Y UN DÍA, ANDREA VOLVIÓ. CAPÍTULO 3
Una vez que el apetito de los menores se sació y que la
multitud se dispersó, Andrea se dirigió a la iglesia. Preguntó por el padre
Joaquín y, para su sorpresa, le respondieron que el mismo había sido
transferido a un pueblo en la provincia de Córdoba. Al averiguar un poco más,
solo pudo saber que el hecho había ocurrido dos años atrás y que fue algo
repentino. Salió de allí y caminó por el barrio. Tuvo que esconderse cuando vio
bajar a Franco Palermitano de un auto. El empresario estaba junto a otros tres
hombres vestidos de traje, lo que le hizo suponer que se trataba de otros dos
mafiosos. Reconoció entre ellos a Humberto Rivera también. El pánico se adueñó
de ella. Fue en ese momento que se dio cuenta del error que cometió al regresar
a Buenos Aires.
En cuanto los tres hombres se sentaron en el restaurante que
acababan de entrar, Andrea tomó a los dos chicos y se subió a un taxi. Decidió
continuar haciendo lo que venía a ser una constante en su vida durante los
últimos cinco años: huir. Se bajaron en el puerto y tomaron un barco con
destino a Montevideo. ¿Adónde irían con dos niños y sin lugar para vivir? No
podía siquiera vender su departamento, pues ya se habían encargado de ello. Ir
a pelear contra su hermano para que le diera el dinero no tendría sentido y,
además, sería darle la oportunidad a Palermitano de acabar con ella.
Se instaló en un departamento en el centro de la ciudad y se
puso a buscar un trabajo en forma urgente. No le costó mucho, pues lo que tiene
de complicada, lo tiene de profesional eficiente. Tampoco le fue muy difícil
ascender en poco tiempo. En unos meses, consiguió establecerse y tener algo más
de tranquilidad. Su aspecto había cambiado uno poco. Ya no se veía tan ojerosa
y cansada, recuperando su aspecto fresco. Volvía a sentirse una mujer deseada,
lo cual representaba un peligro para todos los que la rodeaban, aún no
familiarizados con su forma de ser. Sin embargo, no se daba con nadie. Su vida
pasaba por ir de su casa al trabajo y del trabajo a su casa.
Solía cumplir el horario a rajatabla, jamás se quedaba un minuto más en la oficina. Una tarde, salió unos minutos después y algo malhumorada. Iba a paso rápido, apurado y firme. A pocos metros de su oficina, llegando a la Plaza de la Independencia, chocó con alguien. Aturdida y algo confundida como para sentir enojo, solo atinó a mirar quién era esa persona. “¿Raben?”, preguntó ella. Él, algo atónito, la miró y al cabo de unos segundos y tras mirarla de punta a punta, atinó a decir: “¿Andrea? ¿Andrea Tellucci?” Ambos sonrieron y se dieron un abrazo largo.
Continuará...
El Puma
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