CONCIENCIA EN PAZ, CAPÍTULO 1


 

         Pedro no podía con su vida. Las revelaciones que venía teniendo en los últimos años lo golpeaban y mucho. La última lo dejó al borde del knock out. Necesitaba hablar con alguien. No podía ser un amigo, con uno de sus hijos, imposible. No le quedaba más familia para acudir. Debía ser alguien neutral, que no lo conociera. Pensó en un psicólogo, pero no tenía la paciencia para ir a terapia una vez por semana, ni mucho menos bucear en posibles motivos psicológicos, o que le digan que tenía un Edipo no resuelto o algo así. La necesidad de contarle lo que le pasaba a alguien superaba todo, aunque no podía hacerlo con cualquiera.

         Caminaba horas y horas en el barrio cerrado en el que vivía. Sus hijos ya estaban en edad universitaria e Ivan no vivía más con él, ni estaba en Argentina. Después de andar casi en círculos sin poder resolver nada en su mente, se subió al auto y comenzó haciendo lo mismo, primero dentro del barrio y luego saliendo. Tomó la autopista y bajó en el centro. Frenó en la casa abandonada de Daniel y vio el cartel que indicaba que estaba en venta, pero nadie se interesaba. El lugar estaba tan venido a menos que pocos – por no decir nadie – lo miraban. Como ese lugar le daba escalofríos, no se quedó mucho tiempo ahí. Siguió girando hasta que llegó al barrio de su infancia. Estacionó en el viejo departamento de su madre y caminó buscando respuestas a todas esas preguntas que le resonaban en su cabeza como si un pájaro carpintero estuviese haciendo un agujero en un árbol.

         No quiso tampoco entrar a su hogar de infancia. Los malos recuerdos de sus choques permanentes con su madre y Daniel volvían a su memoria ni bien ponía un pie ahí adentro. Solo se contentaba con recibir la plata del alquiler mes a mes y que de los arreglos se ocupe la inmobiliaria. Caminó unas cuadras y se detuvo en la iglesia, ese lugar en el que se refugiaba de chico, su hogar de contención. Decidió entrar. Al hacerlo, notó al viejo padre Joaquín sentado en el primer banco mirando el altar.

         Se acercó lentamente a él, intentando confirmar que se trataba del sacerdote que fue como un padre para él en sus años de infancia y adolescencia. “¿Padre Joaquín?”, preguntó Pedro con mucha timidez. “¿Pedrito?”, respondió el hombre de Dios mientras una enorme sonrisa iba dibujándose en su rostro. Acto seguido se levantó para darle un abrazo al borde de las lágrimas. “¿Cómo está, padre?”, tomó la iniciativa Pedro. “Bien, querido. ¡No sabés la alegría que me das!

-         El sentimiento es mutuo. Usted sabe que lo quiero y aprecio mucho.

-         Lo sé. ¿Qué te trae por los viejos pagos?

-         Tengo muchas cosas, muchas dudas. Preguntas sin respuestas y necesidad de contar lo que me pasa.

-         Y te acordaste de este viejo sacerdote.

-         Usted siempre tuvo las respuestas que yo necesitaba. ¿Por qué sería distinto esta vez?

-         Espero poder tenerlas. Vení, pasá. Tomamos un café y conversamos”.

Continuará...

El Puma

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