A CONFESIÓN DE PARTE, CAPÍTULO 6 (FINAL)


 

-         Todo vuelve, hija mía. Subestimaste a alguien por mucho tiempo y ahora la vida te lo está cobrando.

-         Padre, usted la conoce a Gladys.

-         Sí.

-         ¡Es un gato barato!

-         Seguís subestimándola.

-         Como para no. Es la mina que los flacos se llevaban cuando veían que no ganaban nada en la noche de boliche.

-         Gladys no es una mujer fea. Todo lo contrario.

-         Sí, pero hace todo por afearse. No se sabe vestir, se pone tanto maquillaje que parece una payasa de trencito de la alegría. Usa esos pantalones de cuero que son un espanto. ¡Es una mersa!

-         Siempre es más fácil mirar la ropa del vecino que lavar la propia, hija mía.

-         Si tengo que mirar la ropa de Gladys, me muero de angustia.

-         Sabés lo que quiero decir, no subestimes mi inteligencia.

-         Tiene razón, padre.

-         El primer paso lo diste. Estás asumiendo tu problema.

-         ¿Y el segundo cuál es?

-         Combatirlo.

-         Fácil es decirlo.

-         Sí, y fácil es mirar para otro lado. Esto es día a día. Ponete metas diarias y empezá a cambiar algunos hábitos.

-         ¿Sabe una cosa, padre? Me siento muy aliviada después de hablar con usted.

-         Y si conseguís dar los siguientes pasos, ni te imaginás el alivio que vas a sentir. ¿Tenés algo más para esta confesión, hija mía?

-         Sólo esperar a que me de la penitencia. ¿Cuántos padrenuestros o avemarías me tendré que rezar?

-         Eso dejalo para los adolescentes onanistas que vienen una vez al mes al confesionario. No pretendo que reces, sino que actúes. Sé que no te cuesta actuar, pero buscá otros papeles para interpretar.

-         Quizás me meta a monja.

-         Tampoco te pido tanto. Si escuchaste la lectura de hoy, creo que tu caso se refleja absolutamente con esa parábola de Jesús.

-         Solo que acá no hay un hermano enojado por la recepción del padre.

-         No hace falta que sea igual en todo, hija mía.

-         ¿Por lo menos me va a dar la absolución?”

El padre Joaquín estalló en una carcajada. Dedicó una mirada llena de ternura y luego realizó el ritual acostumbrado para absolver a la pecadora. Una vez finalizado todo eso, se levantaron y se fundieron en un fuerte y largo abrazo.

El Puma

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