TOCANDO FONDO


 

         Andrea esperaba con algo de mal humor la llegada de Rafael. No pensaba hacerle las cosas fáciles a su nueva conquista, extremadamente dócil hasta ser aburrido para ella. Sin embargo, era una apuesta segura después de sus últimos contratiempos. Se había arreglado, pero no lo hizo por él. Siempre imaginaba, estuviera con quien estuviera, que había que ponerse linda para un eventual “príncipe azul” que pudiera aparecer en el momento menos esperado. Se vistió en forma más discreta de la habitual, tampoco quería llamar demasiado la atención o, mejor dicho, no quería dar la impresión de que se iba a regalar a la primera de cambio.

         Rafael llegó más tarde de lo previsto y el reproche vino más rápido que el saludo. Tuvo que escuchar que era una falta de respeto hacia una dama como ella su falta de puntualidad. Si bien no le faltaba razón en cuanto al horario de llegada, puesto que es una norma básica de buena educación, calificarse como “dama” era un poco demasiado.

         Durante el trayecto, sólo habló ella para seguir machacando en cómo él debiera tratarla, estar a su lado implicaba un privilegio para cualquier ser mortal. La paciencia de Rafael era mucha, quizás exageradamente grande. Sólo se limitó a asentir y poner paños fríos. Explicó que su llegada tarde se debía a una parada usada para comprarle las flores ofrecidas por su encuentro. Andrea ni siquiera las miró. Eso no desanimó a un eterno optimista como él.

         Llegaron a la fiesta ya empezada. En la entrada de la casa, había un grupo de conocidos de Andrea a los que saludó y presentó a Rafael. Se mostró muy efusiva, totalmente opuesta a la persona parca, antipática y desagradable que viajó hasta allí durante más de media hora. Sonrió a todas y, especialmente, a la última chica a la que saludó. Se reían de cualquier cosa que se decían y se toqueteaban cariñosamente, con visible hipocresía percibida por los presentes. Una vez que pasaron y se acercaron a otro cuarto de la casa, Andrea susurró al oído de Rafael: “Esta Gladys no tiene empacho en disimular que es una trola, ¡hasta se viste como prostituta!” Nuevamente no le faltaba algo de razón. Gladys estaba vestida con una remera sin mangas de un color rojo muy intenso y unos pantalones de cuero negros que resaltaba su figura. El calificativo corría por cuenta de Andrea, mostrando desprecio y soberbia.

         Tomaron algo y Andrea tenía ganas de bailar. Rafael estaba entusiasmado, pues esperaba hacerlo desde que llegó al lugar. Sin embargo, para su sorpresa, ella le dijo que prefería ir a la pista sola porque necesitaba bailar sola para despejar su mente y ver si se le iba el enojo por lo ya mencionado varias veces. Como se enfatizó anteriormente, la calma era la característica principal del muchacho. Simplemente se dirigió a la barra a buscar un trago. Pidió uno y percibió que Gladys estaba sentada allí observándolo y sonriéndole, mostrando una mueca muy agradable. El rostro de Gladys era muy atractivo y sonriendo se apreciaba mucho más su belleza. Comenzaron a conversar muy animadamente. Pasaban los minutos y mientras Andrea bailaba mirando a todos los hombres ahí presentes y alimentando su ego, ya que sabía perfectamente que era deseada por muchos, su acompañante ocasional se iba divirtiendo más y más con un diálogo agradable y que hacía entrar a ambos en confianza. Abandonaron la barra y bailaron un rato, hasta que él le dijo algo al oído y ella sonrió aún más. Se tomaron de la mano y salieron del lugar.

         Andrea, al cabo de un rato notó que todos la miraban, pero nadie se le acercaba. El golpe a su ego era enorme. Sin embargo, recordó que había venido con alguien. Salió de la pista y empezó a buscar a Rafael. Pasaron unos minutos y no había ni rastros de él. Se acercó a la puerta de entrada y recibió su tiro de gracia: vio a Rafael y a Gladys en el auto de él, arrancando, saliendo rápido y ambos muy divertidos. Se quedó boquiabierta por un rato largo. Petrificada, incrédula y sintiendo la peor humillación de su vida, Andrea Tellucci comenzó a caminar arrastrando los pies y cabizbaja. El derrotero había llegado hasta lo más bajo: había sido vencida por… ¡Gladys! Gladys, la chica de la que siempre se burló, a la que siempre subestimó, basureó, menospreció y criticó por demás, acababa de dejarla con las manos vacías.

El Puma

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