ELOÍSA


 

         Esa mañana lluviosa no sería cualquiera para Mingo. Si bien arrancó como para ser una más, un llamado cualquiera, un procedimiento de rutina terminaría afectándolo en lo más profundo de su ser. Cuando apuntó la dirección, ni se imaginaba lo que se le venía. Se subió al patrullero, sólo. Conectó el GPS y manejaba tranquilo, mirando como las gotas de esa lluvia intensa golpeaban el parabrisas una y otra vez. Prendió la radio, sólo escuchaba sonidos, no hubiera sabido distinguir que lo que sonaba era un tango, un rock o un reggeatón. La ruta estaba bastante despejada como para llegar en media hora al descampado. Lo esperaban el fiscal y algunos miembros de la policía científica. Saludó a sus colegas y se acercó al lugar indicado. Preguntó qué había pasado y le respondieron que recibieron una llamada anónima denunciando la aparición de una mujer muerta en ese mismo lugar. No había nadie allí cuando llegaron y estuvieron a punto de abandonar todo, hasta que alguien la descubrió. El cadáver estaba ahí, Mingo miró con atención. Presentaba cinco orificios y signos de que la víctima fue torturada antes de ser asesinada. Ese cuerpo estaba completamente desnudo, tirado boca arriba, con la cara totalmente desfigurada. Cuando dio la orden de voltearlo, Mingo pegó un grito de exclamación. Sus colegas le preguntaron si estaba bien, pero no respondía. Insistieron, hasta que finalmente asintió. Permaneció mirando un punto fijo. Todos percibieron lo mismo, pero nadie supo qué es lo que llamó tanto la atención al oficial. Sintió mareos, náuseas y unas repentinas ganas de vomitar. Se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y ordenó llevar el cadáver a la morgue. Se dirigió al patrullero, esperó a que todos se fueran y permaneció inmóvil frente al volante. Al cabo de unos minutos, volvió a sentirse mal. Salió del patrullero y vomitó sin parar una y otra vez. Su rostro palideció. Se sentía débil y su visión comenzaba a ser borrosa. Abrió la guantera y tomó un medicamento. Mejoró y arrancó el móvil.

         En el camino, la imagen de esa mujer era lo único que se cruzaba por su cabeza. El cuerpo estaba destrozado, baleado, con quemaduras y moretones, pero esa pequeña parte era la única que no tenía un rasguño. Mingo ya tenía el caso resuelto, pero necesitaba pruebas. Sabía quién lo había hecho y por qué, pero no tenía idea por dónde empezar. No quería hablar con nadie sobre sus certezas, temía pasar por loco. Volvió a ver al cadáver en la morgue. La cara estaba irreconocible. Tenía un balazo en la frente y otro le había volado la tapa de los sesos. Los otros tres impactos fueron en el pecho. La conclusión fue que llevaba un solo día de muerta. Volvieron los mareos. Se preguntaba cómo había podido ser tan sádico.

         Se pasó el resto del día encerrado en su oficina con la orden de que nadie lo molestara. Pasó un rato frente a su escritorio tomándose la cabeza con las dos manos antes de levantarse y caminar por su oficina como un león enjaulado. Respiraba hondo y cerraba los ojos. Hasta que no aguantó más y volvió al descampado. Sabía que el asesino tenía que estar cerca de ahí. Avanzó más allá entre los pastos altos. Ya no se veía nada. El sonido de los grillos parecía enloquecerlo, tal es así que no pudo reconocer el ruido de unos pasos ajenos. Se detuvo. Cuando percibió ese sonido, no tuvo tiempo de reaccionar. Un golpe en la cabeza lo noqueó y cayó.

         Al despertarse, sentía un dolor muy fuerte y su visión comenzó siendo borrosa. Estaba amordazado y atado a una silla, de pies y manos, en un cuarto oscuro. Intentó mirar alrededor, pero no podía mover la cabeza. Se prendieron las luces. Mingo veía en la pared una foto gigante pegada de una mujer. Se sobresaltó. “Era más linda así, ¿no?”, dijo el hombre que entró. “¡Qué linda que era en ese entonces! ¿Realmente pensaste que no te iba a descubrir y que iba a dejar las cosas así? Ay, Mingo, Mingo, qué ingenuo que sos. Era linda Eloísa. Muy linda. Y éramos tan felices juntos. Pero, ¿qué pasó? ¿Sabés lo que pasó? Claro que sí. Me cagó. Mejor dicho, me cagaste. Aprovechaste que me fui unos meses para serrucharme el piso. La pasaste bien con ella. Yo estaba perfeccionándome mientras vos te cogías a mi novia una y otra vez, ¡hijo de mil putas! No me mires con esa cara de yo no fui. Nunca los agarré con las manos en la masa, pero sé que me cagó con vos. Ni falta hizo que me lo dijera, ya lo sabía. Cuando volví, me di cuenta. Pasaron unos meses y la veía distinta. Hay que decir que disimularon muy bien. Pero, ¿sabés una cosa? Soy demasiado bueno para que algo se me escape. Vos fuiste hábil, pediste traslado. Dejame adivinar, lo hiciste cuando lo de ustedes terminó. ¿Es así? Tu cara te delata. Te dejó y, acto seguido, me dejó a mí. Sé que le costó más dejarte a vos. Tuvo que tomar una decisión drástica. Conmigo fue más fácil, ya lo tenía premeditado. Juré que me vengaría. Pasé años planificando todo, con paciencia y haciendo un laburo de hormiga. Sabía que los dos se iban a olvidar de esto. Pero fueron tan boludos que se olvidaron de mí. Me tomé mi tiempo, pero me vengué. Y ahora la voy a completar – sacó un arma del bolsillo de su campera – me faltaba el último eslabón. Este cargador tenía el nombre de ustedes dos. La última bala la reservé para vos, porque con esa sola me alcanza. Sabía que me ibas a venir a buscar, porque sabías que yo la maté. Entraste como un caballo, te dejé sano el tatuaje que tenía. Se lo hizo conmigo, ¿sabés? Claro que sí.”

         Mingo cerró los ojos, había visto a su captor alejarse unos metros. Tragó saliva y abrió los ojos. Martin se dio vuelta y disparó.

El Puma

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