LA PRIMERA MITAD

 


         El Océano Pacífico se veía majestuoso, la playa era espectacular, el paisaje espléndido y Hernán estaba tremendamente feliz de haber trabajado tan duro y juntado moneda por moneda para estar en Acapulco. El sol estaba muy fuerte, y eso que era invierno en México. Una siesta en la playa, seguido por un chapuzón, varias cervezas y disfrutar de todo el tiempo libre eran los planes del recién llegado. Extrañamente, decidió irse a ese paraíso sólo, no quería depender de nadie, deseaba conocer gente nueva. Tirado boca arriba sobre su toallón y con una botella de cerveza a su lado, prolijamente ubicada – no vaya a ser que se cayera o dañara – puso la mente en blanco. Sólo escuchaba el ruido del mar, algunos murmullos de chicos jugando y los clásicos vendedores anunciando sus productos. ¡Que lindo era estar tan lejos de Buenos Aires y el caos!

         Hernán se terminó su botellita y se quedó dormido. Roncaba como un oso hibernando, llamando la atención de algunos chicos que estaban dando vueltas, algunos que se reían, otros que se asustaban con tan monstruoso ruido. La playa se estaba vaciando, el sol comenzaba a bajar y él iba abriendo sus ojos muy lentamente. Miró hacia el cielo, olvidando por unos segundos donde estaba. Encandilado por la luz del sol, se iba incorporando de a poco. Se volteó hacia su botella, pero la encontró vacía. No se hizo demasiado problema, se levantó y fue a buscar otra. Llegó hasta la barra y frenó en simultáneo con una mujer enfrente. “Disculpe, no estaba prestando atención”, le dijo ella. Hernán quedó atónito. La presencia de esa hermosa mujer, de pelo morocho y ojos claros, con un bikini azul Francia y una sonrisa encantadora lo despabiló de repente. Él también le sonrío y le respondió, “¿vos también sos argentina?” Ambos se cayeron muy bien y continuaron la conversación. Resulta que tenían mucho en común, ella era una estudiante recién graduada en periodismo y haciendo sus primeros pasos en medios audiovisuales, mientras que él era redactor en un diario. La charla se hizo larga y muy amena. Las risas, anécdotas y hasta algo de filosofía estaban a la orden del día. Vieron el atardecer desde la barra y quedaron en salir. Resulta que encima estaban en el mismo hotel. Se despidieron en el ascensor, quedando para encontrarse en el lobby una hora más tarde. Subió a su habitación con un nivel de excitación como nunca había tenido antes. Tomó su celular y llamó a su eterno confidente. “¿Hola? ¿Manu? ¿Cómo andás? No sabés la mina que acabo de conocer acá, en Acapulco… sí, hermosa, encima también periodista… sí, es argentina… se llama Carolina… sí, está buenísima, pero no sólo eso… no, Manu, creo que la encontré… te pongo la firma, yo con esta me caso”. Luego de colgar, bajó. Pasó por la farmacia, nunca estaba de más. Volvió para darse una ducha rápida, ponerse su mejor perfume y vestirse con lo más elegante para la ocasión.

         Al bajar, se sentó en unos de los sillones del lobby y esperó. De pronto, apareció Carolina. Arreglada, con la cara algo rosada por el sol que tomó, sus ojos se veían aún más claros y se puso un vestido claro sin mangas, liviano y largo. Sin más, partieron por la avenida frente a la playa viendo distintos lugares para ir. Caminaron unas seis cuadras y entraron a un bar que con las horas se convertía en un lugar bailable. Hernán estaba tan seguro de lo que iba a pasar, ni siquiera estaba nervioso. Se sentaron, pidieron algo de comer y unas cervezas. Al terminar, corrieron las mesas y el lugar se convirtió en una pista de baile. Se pararon y se movían, en forma bastante tosca, pero ambos estaban divertidos. Hacía calor en el lugar y él ofreció ir a buscar dos cervezas para luego seguir intentando mover las caderas. Había cola para la barra y tuvo que esperar un rato largo. La imagen de Carolina con su sonrisa y la de pocos minutos antes bailando permanecían en su retina. Deseaba que en algún momento de la noche hubiera música un poco más lenta, como para entrar en clima, mirar esos hermosos ojos, tomarla de la mano, acariciar ese rostro angelical y poder besar esos labios pintados de rojo claro. Eso que se imaginaba, le hacía olvidar su mal humor por lo lento que avanzaba la fila. Finalmente lo atendieron, pidió las dos cervezas, pagó y ni siquiera tomó su vuelto. Volvió al mismo lugar en el que se habían dejado pero, para su sorpresa, Carolina no estaba. “Habrá ido al baño”, pensó. Esperaba y esperaba, pero ella no aparecía. Decidió ir a buscarla. Paseó por todo el boliche y no había rastros de ella. “No puede ser”, se decía una y otra vez. Buscó por todo el lugar una y otra vez. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Desilusionado y enojado, tomó la decisión de irse, pero no sin antes pasar por el baño. Pidió que le indicaran dónde era y le dijeron de bajar unas escaleras hasta la playa, que ahí iba a encontrar el baño. Bajó y notó que en las columnas de madera había dos personas conversando más que animadamente. El hombre le hablaba a la mujer al oído y esta reía y disfrutaba de la ocurrencia escuchada. No les faltaba mucho para besarse. Hernán sentía que se derrumbaba. La mujer con la que minutos antes fantaseaba poseer y enamorar, estaba en los brazos de alguien que, vaya a saber cómo, apareció de la nada. Ni siquiera entró al baño y, así como vino, se fue. Mientras volvía al hotel, con la cabeza gacha y con el corazón roto, como si aún estuviese en su adolescencia, maldecía a su suerte. Más lo hacía cuando en los días que siguieron, debió ver a Carolina con ese engendro del demonio tomados de la mano y haciendo todo lo que él se imaginó que haría. Puso fin a sus vacaciones antes de lo previsto y, al regresar a Buenos Aires, ni bien llegó a su casa, juró que jamás se iba a casar.

El Puma

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