LA EXTRAÑA CASA
El
día en que uno se va de la casa de sus padres a su departamento de soltero es,
sin dudas, inolvidable. El mío no fue la excepción. Me acuerdo siempre de ese
sábado de primavera, donde me acompañó hasta el buen tiempo para hacer la
mudanza. Después de varios años de trabajo duro, ahorrando moneda tras moneda,
y un poco de ayuda de mis viejos también, logré tener el sueño de la casa
propia.
A
los 23 años, en mi último año de facultad, tener mi espacio, mis tiempos y,
sobre todo, mi intimidad, era algo impagable. No veía la hora de juntarme con
mis compañeros a hacer trabajos, con algunas compañeras a "quedarme
después de hora", de que vengan mis amigos a comer o a pasar el rato.
Ese
día que me mudé, lo recuerdo perfectamente bien. Llegué temprano con el camión
de mudanzas, bajé los muebles más pesados primero, luego las cajas ante la
atenta mirada de mi vecino. Este era una persona más grande que estuvo atento
en todo momento y se me acercó en cuanto se fue el camión de la mudanza.
"Así que sos el nuevo inquilino", afirmó. "Propietario", lo
corregí con una indisimulable sonrisa de oreja a oreja. "Ah, te felicito.
Y más sabiendo dónde te metés", me respondió. Lo miré atónito y extrañado,
después de mover ligeramente mi cabeza hacia mi derecha. "Por lo visto, no
lo sabés. Te cuento. El dueño anterior, le había alquilado el departamento a
una bruja. Era una tipa muy rara, pintó las paredes de rosa y los techos de
bordeaux oscuro, un espanto. Dormía durante el día y por la noche hacía
experimentos extraños, con animales. Los ruidos eran tan insoportables que
todos nosotros nos quejamos. Ni bola nos dio. Hubo que llamar a la policía.
Cuando llegó la cana, la vieja se atrincheró. Hubo que entrar por la fuerza. Y
mientras la sacaban, gritó que había hecho un hechizo y que nadie iba a poder
vivir ahí, y que si alguien lo hiciera, le iban a pasar cosas terribles. Yo que
vos, le haría una limpieza espiritual", cerró su relato. Por cordialidad y
buena educación asentí y prometí hacerlo, íntimamente no creía en esas cosas.
En
esos días planifiqué el siguiente fin de semana. Invitar a unos amigos y en
especial a Ángela. Ya la tenía a punto caramelo pero no habíamos podido tener
intimidad. Ese sábado comimos unas pizzas y veníamos conversando lo más bien.
Estaba todo dado. Cuando los demás se fueron y quedamos solos, empezamos a
besarnos en el sillón. Nos íbamos poniendo cada vez más melosos y lo inevitable
iba a llegar. Ya nos habíamos ido a la cama, los dos estábamos desnudos y
después de una previa espectacular, ya venía el momento culminante. "Pará,
pará", me dijo cuando me le estaba viniendo encima. Venía tan embalado que
seguí. "Pará, pará", me repitió con un tono más firme. Frené, y al
preguntar qué pasaba, me contestó que no se sentía cómoda, que el lugar le daba
mala vibra y que, además, hacía poco que había cortado con el novio y no quería
"sacar un clavo con otro clavo". Si bien por dentro ardía de la
calentura que tenía, tuve que aceptarlo y ver cómo se vestía para irse. Nunca
más pasó nada con ella.
Al
poco tiempo, olvidé lo sucedido y decidí hacer lo que mi abuelo, con su inmensa
sabiduría, siempre me dijo "andá a la pesca con red y no con
anzuelo". Así que el fin de semana siguiente, la cosa era con Mara. Repetí
el evento, unas pizzas con cerveza y luego a solas con ella. Ya habíamos pasado
por toda la etapa previa y al momento de concretar, unos ruidos extraños se
empezaron a oír. "Pará, pará", me dijo ella. Empezaba a odiar esa
palabra con lo más profundo de mi ser. "Oíste eso", me dijo con cara
de asustada. Yo negué y con cierta habilidad, volví a llevar a la situación
adonde la quería llevar. Esta vez, sí. Pero el ruido, que era una mezcla de
gruñido con eructo, era más fuerte. Mara se volvió a asustar y ante otra
repetición del ruido me dijo que prefería volverse a su casa.
Maldije
mi suerte una y otra vez. Pero seguí buscando peces en el océano y encontré a
Daniela. Esta tenía novio, pero su reputación era muy conocida entre todos y
encima el flaco me caía como una patada al hígado. Directamente la invité a tomar
un café y después fuimos al departamento. Ahí no hubo ni malas vibras, ni
gruñidos, ni eructos, sólo una noche espectacular. Ni me acuerdo cuando nos
dormimos. A la mañana siguiente, desperté y estaba sólo en la cama. Miraba por
todos lados y vi manchas de sangre en las sábanas. Me asusté. De pronto cuando,
por casualidad, vi mi brazo izquierdo, me encontré con un tajo que atravesaba
todo mi antebrazo. Mayor fue mi susto cuando vi en el piso un cuchillo con más
manchas y huellas verdes que iban desde el dormitorio hasta la puerta de
salida. Empecé a pensar, por unos segundos, que el relato de mi vecino podría
ser cierto, pero luego se me pasó. Me levanté y me acerqué a la cocina. Cuando
estaba en la pileta lavándome la herida, un fuerte golpe se escuchó cerca.
Levanté la cabeza y vi como uno de los vasos apoyados en el armario cayó sobre
mí. Rápido de reflejos, logré esquivarlo. Acto seguido, agarré un bolso y me
fui corriendo a la casa de mis padres. Nunca les conté nada de esto, temí que
se burlaran de mí. Simplemente les dije que los extrañaba y que quería volver.
Puse el departamento en alquiler y es al día de hoy que recibo quejas y quejas
de los distintos inquilinos. No sé qué hacer, si llamar a un exorcista o vender
el departamento.
El Puma
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