FRONHA: LA FUNDACIÓN, PRIMERA PARTE

 


Esta sí que es una historia extraña. Algunos dirán que fue obra del Supremo o de la Providencia. Fui designado para contarla, lo cual no me resulta para nada sencillo y al principio me dio cierto fastidio el encargo. Se sabe el presente, pero muy poco del pasado. Atando cabos y según los documentos encontrados sumado a un poco de fantasía de mi parte, se puede decir que todo comenzó en una noche tormentosa en el Océano Atlántico. Un pequeño barco portugués, lleno de tesoros, intentaba sobrevivir a la tempestad. La tripulación estaba agitada y asustada. “Llevamos mucho peso capitán, debemos deshacernos de algo”, gritaban varios. “No pienso tirar ni un gramo de mercadería .Ya casi nos quedamos sin esclavos, respondió, sólo nos queda el negro, pero es raquítico”. Hasta que uno gritó: “Tiremos al gordo”. El capitán sin titubear, mandó a buscar al susodicho.

Joao dormía plácidamente en su camarote cuando comenzaron a llamarlo a gritos. Al no recibir respuestas, más que un fuerte ronquido, comenzaron a zamarrearlo. No había reacción. Llamaron por refuerzos para levantarlo, pero al dar dos pasos, se les cayó al piso. Allí despertó. “Vamos, debes sacrificarte”, escuchó. “¿Qué sucede?”, decía con una voz medio ronca. “Tenemos mucho peso”, le respondieron. “Debemos arrojar mercadería”, exclamó. Se produjo un silencio que lo sorprendió. A su alrededor, todos lo miraban fijo y entendió enseguida el mensaje. Intentó resistirse verbalmente. Empujado, aturdido y mirando para todos lados fue conducido a una balsa y, junto con el último esclavo, arrojado al agua.

Joao y el moreno sufrieron durante horas las olas, las caídas y sujeciones mientras maldecían su suerte. Cuando la tormenta calmó, permanecieron dormidos. Al despertar, se encontraron en la playa de una isla y a todos sus habitantes rodeándolos. De pronto escucharon un grito. El gordo se asustó, pero se encontró a todos los lugareños haciéndole reverencias. Quisieron alzarlo, pero quedaron en el intento. Lo condujeron al cacique, quien cedió su lugar y le presentó a su hija, Hokana. Los dejó solos e intimaron de inmediato. Al día siguiente, oficiaron la boda y la coronación del nuevo rey. Se dictó una nueva carta magna como se pudo y se bautizó a la isla como Fronha.

El nuevo monarca no tomaba medidas de gobierno, ni se interiorizaba por nada, se pasaba acostado en su palacio improvisado recibiendo comida, bebidas, alabanzas y agasajos de todo tipo. Rara vez se movía de ahí. Ni siquiera se metía al mar, ni se mezclaba con su pueblo, ni mucho menos se esforzó en aprender su idioma o costumbres, como tampoco se preocupó en enseñarles su lengua. Simplemente se hacía informar de lo que sucedía con el moreno.

Un mediodía, mientras se aprontaba a almorzar, percibió que en la playa la llegada de un náufrago. Fue llamado de urgencia y después de estar unos minutos incorporándose, lentamente se acercó y deleitó. “Vaya, vaya, dijo Joao con una sonrisa de oreja a oreja, miren a quién tenemos aquí”. “Joao, respondió el náufrago, que bueno es encontrar a un rostro conocido”. El gordo seguía sonriendo y miraba a su visitante, quien seguía acostado, de punta a punta y con esa misma sonrisa dibujada e imborrable de su rostro. “No sabes lo que me pasó, continuaba el recién llegado, tuve un motín a bordo y me arrojaron junto a algunos otros más. No sé qué habrá sido de ellos, pero debes ayudarme a construir un bote y a salir de aquí. Regresaremos a Lisboa y cobraremos venganza”. Joao seguía con la misma expresión, pero esta vez lo miraba de costado y frunció su ojo izquierdo. No hablaba, lo que exasperaba a su visitante. “Vamos Joao, ¿no vas a decir nada?”, insistía sin recibir respuesta. “Ya veo, continuó con cada vez menos entusiasmo, entiendo. Tuve que tomar esa decisión contra mi voluntad, Joao. Debes creerme. Mandé a buscarte cuando finalizó la tormenta, pero no te encontramos. Luego tuve el motín y…” Joao dejó de sonreír en forma repentina y miró al moreno. Éste dio la orden de capturar y tener vigilado al náufrago. Estableció el día de la piedad en ese momento. El prisionero debía pedirle perdón al rey de forma muy convincente y apelar a su misericordia.


Continuará...

El Puma

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