JUAN Y NATHALIE


 

Juan pasaba los recreos con un solo objetivo. Para él, ir al colegio se trataba de eso. No le importaba ni lo que decían los maestros de francés y castellano, ni prepararse para el “bacalaureat” o decidir qué carrera seguir, menos jugar al fútbol con sus compañeros contra otras divisiones, ni hablar de practicar algún deporte o representar al colegio. No conversaba con nadie, se retraía y se mantenía alejado de sus pares. Una sola cosa lo motivaba, pero también lo asustaba. Apenas sonaba la campana para los recreos, salía a buscarla para mirarla, apreciarla, desearla y amarla desde lejos. Nathalie era una chica muy seria o, por lo menos, aparentaba serlo. Medio seca por momentos, con cara de malhumorada. Juan miraba a esa francesa rubia, con el pelo siempre bien arreglado y cortado a la altura del cuello, de ojos bien claros, con esa mirada de mujer madura, pero con una mezcla de “femme fatale” y “femme naïve”. Ese porte que transmitía una seguridad en sí misma implacable y, a su vez, muchos miedos.

Juan no osaba acercarse y si lo hacía, procuraba que ella no lo percibiera. Si se cruzaba en algún pasillo, él bajaba la cabeza ante la indiferencia de ella. Nunca le contó a alguien sobre lo que sentía. Mucho menos de lo que soñaba. Se imaginaba a una persona con problemas a la que él iba a salvar. Más lo hacía cuando veía a sus compañeros acercársele con todo tipo de intenciones. El grado de idealización era preocupante.

Un sábado a la noche, aburrido de estar en su casa, Juan decidió ir a un boliche. Fue al que tenía más cerca y entró. Por primera vez ingresaba a uno de esos lugares oscuros, con luces de todos los colores que se prenden y se apagan todo el tiempo, además de aturdirse con la música ensordecedora. No veía nada atractivo, sólo varones bailando con varones y mujeres con mujeres. Se estaba aburriendo sobremanera. Llegaron los lentos y él decidió irse. De pronto vio a alguien acercarse a él, como buscándolo. Cuando estaba cara a cara, quedó atónito. Nathalie, que venía huyendo de un pesado acosador, estaba frente a él. Rápida de reflejos, abrazó a Juan y apoyó sus labios contra los de él. Ambos estaban con los ojos abiertos, él para constatar que lo que estaba pasando era real y ella para cerciorarse de que el pesado se había ido. Al cabo de unos segundos, Juan aprovechó esa ocasión soñada para poner toda su pasión en ese beso. Estaba siendo el superhéroe que salvaba a su amada de un incendio, de una catástrofe o de algún desubicado que osara acercársele. Nathalie, sorprendida por tanta ternura, se dejó llevar por ese gesto de cariño. Finalmente ambos cerraron sus ojos para seguir con sus bocas pegadas y estrechados en un abrazo fuerte. La timidez de él desapareció, ya no idealizaba más, sin proponérselo estaba consiguiendo lo que más quería. No era la almohada a la que besaba, no estaba masturbándose en el baño de su casa o en el del colegio, no: su fantasía se estaba haciendo realidad. Ella sucumbió ante el encanto de ese chico al que le prestaba tan poca atención en el colegio. Cuando se prendieron las luces, dejaron de besarse, pero no se soltaban. Ambos se miraban con una sonrisa de oreja a oreja. Salieron del lugar tomados de la mano y se perdieron por la noche porteña que, en ese entonces, aún estaba en pañales.

El Puma


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