EL HECHO INÚTIL IMPEDIDO
Faltaban 5 minutos e íbamos
perdiendo 1 a 0. Ellos ya estaban totalmente replegados, ni siquiera estaban
agazapados para un contragolpe. Los teníamos completamente arrinconados y ellos
se estaban defendiendo como gato panza arriba. Probábamos todo, gambeta,
desequilibrio, pelotazos, centros y hasta tiros de larga distancia. Rebotes en
sus defensores, rechazos del arquero, los palos, el travesaño evitaban el
empate. El árbitro había adicionado cuatro minutos más, pero nada cambiaba. Ya
había pasado el tiempo, pero teníamos un córner. Nos fuimos todos a meter al
área para cabecear. No había nadie afuera para evitar alguna contra. Viene el
córner y la pelota llegaba dónde estaba yo. Me elevé para cabecearla con todas
mis fuerzas, sentí el choque con un hombro desconocido. La pelota que cabecee,
rebotó no sé si en la cabeza u otra parte del cuerpo de la persona con la que
choqué y perdió fuerza. Fuimos todos a buscarla hasta que uno de ellos la
reventó lejos de ahí.
Todas las cabezas giraron y
veíamos como el número 9 de ellos salió corriendo sólo con la pelota dominada
en dirección a nuestro arco vacío. No pensé mucho, salí atrás de él. Nunca
corrí tan rápido, lo empecé a perseguir como si lo hiciera con un ladrón en la
calle. Se produjo un silencio muy fuerte. Ni ellos tenían fuerzas para alentar
a su compañero, ni los nuestros para gritarme que lo bajara como sea. Cuando
llegó al área grande, aminoró la marcha como canchereando y buscando un poco de
morbo. No me quedaba aire, sólo el orgullo de evitar la caída de nuestro arco.
Yo no sé si se puso a caminar para gozarme o si realmente ya no tenía más aire.
Pero se acercaba al arco y yo cada vez veía más firme la posibilidad de sacarle
la pelota o, de ser necesario, bajarlo de una buena patada.
A la altura del área chica,
se frenó y yo me tiré hacia adelante con las dos piernas. Ya, perdido por
perdido, agarraba lo primero que encontraba, pasaba pelota o jugador, pero no
los dos juntos. No vi nada. Solo sé que estaba con todo el cuerpo estirado y,
de pronto, sentí un impacto fuerte en mi tobillo derecho. Pegué un grito
desgarrador, nunca había sentido eso nunca. Quedé tendido en el piso, con los
ojos cerrados y una sensación de dolor enorme. Entre los ojos llorosos, alcancé
a percibir al árbitro que se me acercaba y me decía algo. Murmullos, gritos,
reclamos y tantas cosas que me resultaban indistinguibles era lo único que
escuchaba, además de mi lamento. Me subieron a la camilla y sentí otro dolor
fuerte en el tobillo cuando alguien me tomó de ahí, como si me hubiesen vuelto
a pegar. Aunque no sé si es que el flaco me pegó, me pisó o si yo pisé mal.
Ya en el vestuario, con una
bolsa gigantesca de hielo en el tobillo, se me acercó el entrenador y me dijo:
"La verdad, te felicito. Le pusiste unos huevos bárbaros. No sé qué
hiciste, pero se ve que lo asustaste y no pudo hacer el gol". ¿No había
sido gol? Me sonreí y ante la alegría, me quise levantar, pero el nuevo
pinchazo en el tobillo, me devolvió a la realidad y no me moví de ahí por un
rato largo.
El Puma
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