LA CUARENTENA
Ya llevamos 110 días de cuarentena y vengo viendo estados de
ánimo cambiantes a más no poder. Al principio, estábamos con miedo hasta de
poner un pie en la vereda. Salíamos a pasear al perro… es un decir, lo
bajábamos para que haga lo que tenía que hacer y nos volvíamos a guardar. O
salíamos a hacer “actividades esenciales”, como ir al supermercado a llenarnos
de papel higiénico, fideos y todo lo necesario para desinfectar lo que sea. Ni
bien entrábamos a nuestra casa, nos bañábamos en alcohol en aerosol, nos
lavábamos las manos religiosamente por 20 segundos y, por si acaso – siempre es
mejor prevenir que lamentar – nos pasábamos alcohol en gel. Nos duchábamos y
poníamos inmediatamente a lavar esa ropa maldita que había estado aspirando al Coronavirus.
Si te llegaban a ver afuera, sin barbijo, te denunciaban o te sermoneaban.
Los primeros días, éramos todos responsables y obedientes
tal soldados rasos con sus superiores. Queríamos saber de qué se trataba todo
esto y cómo era el susodicho virus. Durante un tiempo, el barbijo era
imperativo. Un día, se dijo que no era necesario, para después volver a ser
obligatorio. Alguna vez, se aseguraba como verdad irrefutable que el Covid 19
estaba en el aire. Otra vez falsa alarma y nuevamente falsa, falsa alarma, y
así sucesivamente. Al cabo de un tiempo, pudimos volver a salir esporádicamente
a pasear con los chicos y a hacer actividades deportivas. Nunca en la vida fui
un runner, pero la necesidad tiene cara de hereje y me convertí al credo. Nunca
me imaginé que mi actividad era delictiva y que por culpa de irresponsables y
egoístas como yo y toda mi cofradía, se habían disparado los contagios. La nube
acumulada de sudor, se desplazaba por el aire y contagiaba a 30 kilómetros del
parque que frecuentaba los fines de semana religiosamente.
Y aquí sigo encerrado, con las manos arruinadas de tanto
jabón, lavandina y detergente. Condenado por haber osado salir a correr y
respirar un poco de aire puro. Sentenciado a perpetua y esperando cada quince
días, para ver si el tribunal me deja salir, aunque sea para ir a la esquina,
con barbijo, y volver. Yo me esfuerzo hasta lo imposible para tratar de
convencer a los jueces de que nunca más saldré a correr y que si tengo que
renegar de mi dios, Jogging, así lo haré. Hasta ahora, no me creen, no les
alcanza ver mi espantoso estado físico y esa panza que no tengo forma de
esconder. ¿Llegará ese bendito día? La esperanza es lo último que se pierde.
El Puma
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