¿MERCEDES? (SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE)
Pedro
miraba la expresión de Elizabeth. Ella lo miraba fijo y parecía seducida por
él. A su vez, mientras pasaban los minutos, la charla era más relajada y amena.
Cuando les sirvieron la comida, ya la conversación se había vuelto muy
amistosa. Pedro sentía que podía confiar y Elizabeth se mostraba más que
interesada en las historias de su huésped. Entre bocado y bocado, se producían
silencios y cruces de mirada. “¿En qué está pensando?, arrancó ella.
-
No sé. Por un momento, me hizo acordar a
alguien.
-
¿Ah sí? ¿A quién? ¿A su esposa, tal vez?
-
No. En realidad, a la esposa de mi
hermano.
-
¿Por qué?
-
No sé.
-
¿Cómo se lleva usted con ella?
-
Me llevaba. Ella falleció hace muchos
años.
-
Lo siento. Hábleme de ella.
-
Era una persona muy especial.
-
¿Qué la hacía tan especial?
-
Era la persona con la sonrisa más hermosa
del mundo. – Elizabeth movió la cabeza y se sonrió muy levemente, Pedro la
miraba –.
-
Por lo que cuenta, creo que tenía algo
más que una simpatía por ella.
-
Así era.
-
¿Tuvo una aventura con ella?
-
Mucho más que eso.
-
¿Su hermano lo descubrió?
-
No.
-
¿Cómo se lleva hoy con su hermano?
-
Mi hermano falleció.
-
¿Hace mucho?
-
Antes que ella. Apareció muerto con un
disparo. Eso acabó con ella también.
-
¿Por qué?
-
Porque fue acusada de asesinarlo.
-
¿Usted cree que ella lo mató?
-
No. Motivos no le faltaban, Daniel era
un gran hijo de puta.
-
¿Ah sí? ¿Era de pocos escrúpulos?
-
De ninguno. Además era violento.
-
¿La golpeaba?
-
Una y otra vez. Ella quería dejarlo y él
no se lo permitía.
-
¡Qué duro! ¿Y cómo murió ella?
-
Se suicidó.
-
¿Cómo sucedió?
-
Fue en el verano. Estaba a punto de darse
el fallo en su juicio, cuando hubo que desalojar el tribunal por amenaza de
bomba. Vino la feria judicial y el fallo quedó postergado. Pasamos juntos el
Año Nuevo y a los pocos días, se suicidó.
-
¿Cómo se enteró?
-
Había ido a trabajar. La había notado rara
esa mañana, pero me aseguró que estaba bien. Volví a casa a almorzar y no la
encontré. Por la noche, me llamaron para que vaya a reconocer el cadáver.
-
¿Y usted está seguro de que era ella?
-
Estaba muy deshecha. Me había dejado una
carta despidiéndose.
-
¿Qué decía esa carta? – Pedro sacó su
billetera y de ahí una vieja hoja doblada en cuatro –.
-
Acá está. – Elizabeth la leyó y tuvo un
leve temblor en sus brazos –.
-
Es increíble. Me sorprende que aún la
tenga.
-
A pesar de haber seguido con mi vida,
nunca pensé en tirarla. Hacía mucho que no la sacaba de ahí.
-
¿Por qué?
-
Ya es parte de mí. Sé que no hay vuelta
atrás.
-
¿Le costó mucho recuperarse?
-
Sí.
-
Lo siento mucho.
-
No sé por qué, pero me siento muy bien
de haber compartido esto con usted. Es raro, hasta siento haberme sacado una
mochila de los hombros.
-
Tampoco es para tanto, che. – Se produjo
un silencio de pocos segundos – Es broma. Trato con muchos argentinos, entonces
se me quedan algunas argentinadas”.
Permanecieron en silencio el resto de la cena.
Pidieron la cuenta y se dirigieron a la salida donde la luz de la luna se
reflejaba en el viejo Lago de las Pirañas. Se miraron de frente, casi se toman
de las manos, pero al agarrarse, se estrecharon en un saludo formal.
Pedro se
acostó, pero no lograba dormir. De pronto empezó a dar vueltas en la cama
buscando su mejor posición. Dormitaba de un lado, luego de otro. En medio de la
noche, se levantó exaltado y transpirado. “Mercedes”, exclamó. Saltó de la cama
y caminó de un lado al otro de la habitación como un león enjaulado. “Por
supuesto que era Mercedes, decía con respiración agitada, se arruinó la cara
pero su sonrisa no cambió. Demasiadas preguntas me hizo. Era ella. ¿Cómo no me
di cuenta? Es verdad, ¿cómo sé que ese cadáver que vi era el de ella? Es evidente.
Su carta lo dice, no se bancó la situación y desapareció. Se fue, cambió de
vida y de identidad. Me encontró y quiso verme, por eso la insistencia.
¡Mercedes está viva!”
No pudo volver a dormirse. Dio algunas
vueltas más, se acostó, prendió la tela y esperó a que sonara el despertador.
Bajó a desayunar con su equipaje en la mano y esperó al chofer. En cuánto
arrancó, lo hizo frenar en la esquina. “Vamos a…”, había empezado cuando sonó
su celular. Atendió y su rostro palideció. Cortó y quedó sin reacción. “¿Adónde
vamos, señor?”, preguntó el chofer. Pedro miró por la ventanilla unos segundos
y cuando volvió en sí, dio la orden de continuar hacia el aeropuerto. No emitió
sonido hasta llegar a Ezeiza. Ivan lo fue a buscar y lo llevó a su casa. El
final era inminente.
Llegó a su habitación. Lenka seguía
allí. Se sentó al lado y le tomó la mano. Fue el adiós.
Ivan se hizo cargo del funeral, de su
padrastro y de sus dos hermanos. Pedro estaba ido. Esa noche tuvo que tomar una
pastilla para dormir. Al día siguiente seguía igual. Tenía sus sensaciones
cruzadas. Pensaba en esos días que estuvo en Fronha y en el momento que vivía.
Su socio fue a verlo a primera hora. Cuando le estaba dando el pésame, Pedro le
dijo: “Me fue bien, seguramente cerremos el negocio.
-
No importa eso ahora.
-
Eugenio, dame unos días y cerramos esto.
-
Va a ser en otro momento.
-
En un mes, si querés.
-
¿Me estás hablando en serio?
-
Sí. Esta mina me convenció.
-
O sea que no sabés.
-
¿Saber qué?
-
Elizabeth Stevens se mató en un
accidente de auto”.
A
Pedro se le vino el mundo encima. Otra vez se quedó sin habla. Además de la
tristeza, lo invadió una sensación de duda e incertidumbre. Permaneció al lado
de Ivan todo el día. La ceremonia fue muy corta. Llevaron el féretro de Lenka a
la bóveda de la familia y, una vez adentro, lo subieron. Vinieron los últimos
saludos de parientes y amigos. Cuando quedaban pocos, Pedro le pidió a Ivan que
se adelantara. Fijó su mirada en la lápida que tenía sobre su izquierda. Pensó
en sus dos amores. Por unos instantes, sintió que los había perdido al mismo
tiempo. “¿Era o no era?”, se preguntó con lo que le quedaba de voz. “Mercedes Vlaovic, 20-10-1971 // 03-01-1998”,
leía en una de las lápidas antes de cerrar los ojos, volver su cabeza y salir
de ahí.
El Puma
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