LA FINAL
El ansiado día llegó. El momento más deseado por todo
futbolista. Cuando bajé del micro, miré alrededor y me estremecí al ver a
nuestros hinchas alentándonos. La charla técnica estuvo de más. Me cambié y
empecé a arengar a mis compañeros. Salimos del túnel muy entonados. Mientras
enfilábamos hacia la mitad de la cancha, miré a la cabecera sobre mi derecha
donde vi flamear mi bandera. “No podemos perder”, me decía a cada rato. Sonó el
himno nacional, el que entoné con toda la fuerza que salía desde mi corazón.
Vino el saludo formal con los adversarios y luego a acomodarnos. Nos reunimos
en el círculo central, se hizo el sorteo y… ¡A jugar!
Estaba más cebado que nunca. Pedía la pelota todo el tiempo.
Gambeteaba y descargaba con el primero que veía. Sin embargo, la defensa rival
era cerrada. Ellos no atacaban, nos dejaban venir. Nosotros íbamos una y otra
vez, a romper esa muralla que nos habían puesto. A medida que más nos
acercábamos, más se abusaban del juego brusco. Ante la pasividad del árbitro,
comenzamos a protestar y a obtener tarjetas amarillas a cambio. El primer
tiempo terminó sin goles.
“No protesten más. Están entrando en el juego de ellos.
Pongan huevo, pidan la pelota y jueguen. ¡Vamos carajo!”, arengaba el
entrenador en el vestuario. Salimos a jugar con la decisión de no protestar.
Por cada patada, respondíamos con fútbol. Ellos se limitaban a jugar con el
tiempo y nuestra ansiedad. Ya se estaba acabando el partido. Se venía el tiempo
suplementario. Íbamos más decididos que nunca. En el último minuto, bajé a la
mitad de la cancha, tomé la pelota y avancé. Dejé a tres hombres en el camino.
Volaban las patadas, pero no me alcanzaban. Entré al área, dejé al último
defensor desairado y quedé sólo con el arquero. En muy corto tiempo, lo miré
fijo y lo encaré. Le amagué por la izquierda y me le fui por la derecha. Lo
estaba superando y me tocó con su pie, tirándome al piso. ¡Penal!
Tomé la pelota, nadie me la iba a sacar. El arquero me
hablaba, yo ni lo escuchaba. El árbitro dio las indicaciones y ubicó la pelota.
El silencio se adueñó del lugar. Miré al arco, ya tenía decidido cómo y dónde
patear. Esperé la orden. Sonó el pitazo. Fue largo. De pronto, percibí que el
sonido cambiaba y me confundí. De pitazo pasó a timbre. Abrí los ojos y
entendía menos. Miré a mi izquierda. Eran las 7 de la mañana y tenía que ir al
colegio.
El Puma
Esta buenísimo
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