CESKO ARGENTINSKY, CAPÍTULO 11
Las noches de Pedro eran, por demás,
solitarias. Llegaba lo más tarde posible de trabajar, pues ese silencio que
sentía ni bien cerraba la puerta de su habitación era letal.
No soportaba más la situación. La
semana terminaba y el viernes luego de cenar, decidió salir a un bar o a
perderse por la Ciudad Vieja. Caminó por la orilla del río Moldava hasta llegar
al Puente Carlos. Cruzó muy lentamente y deteniéndose luego de avanzar unos
para mirar el río y las luces de Praga. Derivó en Mala Strana, en una pequeña
calle llena de bares y clubes nocturnos. Al azar, eligió uno para sentarse a
tomar unos tragos. Al ingresar, notó que tenía una mesa redonda individual en
el fondo del salón. Se acomodó, pidió una cerveza y observaba el lugar.
Por el ambiente y el escenario, se dio
cuenta de que habría un espectáculo y su curiosidad pudo más. El bar se fue
llenando poco a poco, ya comenzaban a escasear los lugares. De pronto, Pedro
notó la presencia de dos hombres en la entrada. Tenía la sensación de que
conocía a esas personas, pero no lo podía asegurar, estaba bastante oscuro para
distinguir a la distancia en que estaba. Fijó la vista en ellos, que se iban
acercando al centro del bar. Sabía que los había visto, pero no recordaba
dónde. Cuando se sentaron, él dijo: “¡No puede ser!” Creía que la mente le
estaba jugando una mala pasada, quería no pensar o negar lo que estaba viendo.
Seguía observando, mientras pensaba que será una idea suya o estará confundido.
Las luces se apagaron en su totalidad.
La música empezó a sonar más fuerte, mientras el ruido y los gritos de la gente
se multiplicaban. Se encendió una luz que apuntaba al escenario. Apareció de
pronto una muchacha joven con un baile muy sensual que despertó la lívido de
los hombres presentes. Aplausos, gritos y exclamaciones iban en aumento a
medida que pasaban los segundos. Al finalizar el primer espectáculo, apareció
un animador que alzando su voz excitaba aún más a la audiencia. Anunciaba el
siguiente número y nuevamente estaba en el escenario la misma bailarina. Al
poco tiempo, subió una de las dos personas que Pedro había estado observando.
Lo miró bien y sacó su conclusión: “Es él”. Mientras que ese hombre iba
moviéndose con la bailarina y ambos sacándose la ropa lentamente, los presentes
gritaban: “¡Michal! ¡Michal! ¡Michal!”
A medida que Michal iba desvistiéndose
y moviendo la cadera, la cintura y su inocultable panza, Pedro iba montando en
cólera. Seguía observando ese espectáculo con odio. Estaba paralizado,
acumulaba bronca. Más lo hacía todavía cuando vio al segundo individuo arriba
del escenario. Paciente y doctor rodeaban a la bailarina a quien habían
encerrado como quien hace un sándwich y raspaban sus cuerpos, al ritmo de las
palmas y las hurras del público excitado.
Cuando reaccionó, se levantó de su
mesa y se fue hecho una tromba del lugar. Salió a pasos agigantados, con una
sensación de querer romper lo primero que se le cruzara. Se fue al hotel, no
pudo dormir. La imagen de ese sujeto arriba del escenario, la música y las
aclamaciones ruidosas se le presentaba en forma permanente.
Continuará...
El Puma
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