CESKO ARGENTINSKY, CAPÍTULO 1
Pedro y Andrea finalmente sellaron el
divorcio. Luego de meses de una dura disputa legal y personal, la sentencia
quedó firme. Ambos salieron del Palacio de Tribunales, cada uno por caminos
diferentes. Ella acompañada de su abogado y pareja, abrazados y felices debajo
de un paraguas. Él, sólo, cabizbajo y con paso lento, debajo de una lluvia otoñal
típica de Buenos Aires. Miraba alrededor, tenía muchos interrogantes dando
vueltas. Siguió caminando unas pocas cuadras, hasta llegar al hotel donde se
alojaba. Subió a la habitación, preparó el equipaje y pidió un taxi hacia el
aeropuerto.
El vuelo salía a la noche. Estaba
triste y nostálgico pero no veía la hora de llegar a Madrid. La travesía fue
silenciosa. Aterrizó en Barajas, retiró su valija, enfiló hacia el Metro, atravesó
la ciudad y caminó quince minutos antes de llegar a su hogar. Pasó varios días
sumido en la depresión, solamente iba a trabajar, sin relacionarse con nadie y
deambulando como un zombi. Masticaba bronca, pasaba largas horas tirado en la
cama llorando y reprochándose todo lo hecho.
La casa era un monumento al desorden y
parecía un convento, no volaba ni una mosca. Pasaba horas y horas tirado en la
cama rodeado de papeles, libros, cuadernos y carpetas. Dentro de ese lío,
rescató un papel algo viejo. Lo estiró, suspiró y lo leyó:
Querido Pedro,
Lamento mucho que tengas que pasar por esto. No
quise lastimarte ni herirte. En todo este tiempo, me di cuenta de que estuve
con el Vlaovic equivocado. Por suerte, en el tramo final de mi vida, pude
aunque sea enmendar en parte mi error. Sin embargo, llegué a un punto del que
no puedo volver. No soporto la presión de los medios, ni del juez, ni del
fiscal. Me quedé sin fuerzas. Yo sé lo que hice y dejé de hacer. Lo que vengo
viviendo en los últimos meses, no se lo deseo a nadie. Nunca imaginé estar en
esta situación. Lo único que quería en esta vida era formar una familia y tener
hijos. Elegí mal y pagué un precio muy alto. Espero que me sepas perdonar y que
no me odies.
Te amo.
Mercedes.
“¿Por qué tuviste que
hacer esto? Nos hubiéramos casado, no estaría pasando por esto ahora. Seríamos
tan felices. Se ve que por buscar a alguien diferente, aterricé con Andrea. Así
me fue”. “Una está muerta, y la otra… solo Dios sabe dónde estará”, decía
mientras suspiraba con tristeza.
Después de varios días, un llamado
telefónico quebró el silencio monacal. No deseaba atender pero, luego de unos
segundos, lo hizo con voz muy ronca, escuchando atentamente, asintiendo con
monosílabos, transformando la expresión con el paso de los minutos. Frunció el
ceño y de golpe comenzó a hablar. “¿Y qué querés que haga? No, no tengo ganas.
No quiero saber nada. No quiero ir a Buenos Aires, no… ¡Qué me importa si le
puedo sacar plata por haber concebido antes de la sentencia! Que haga su vida.
Escuchame, vos sí que sos bueno para esto, estoy tratando de olvidarla y me
contás de ella… No me interesa. Que tenga un hijo, dos, tres, mil si quiere. Y
ojalá salgan enanos como él”. Cortó la comunicación y, enfurecido salió a
caminar sin mirar alrededor por las calles de la ciudad. Cruzó la Rea Cibeles y
siguió a la Puerta de Alcalá. Pocos metros antes de llegar, distraído, chocó
con una mujer de baja estatura que tampoco venía concentrada. En ese momento,
se dio cuenta de que no podía seguir así, bajó su nivel de cólera y se dirigió
a la joven. “Discúlpeme, no venía mirando, le dijo.
-
No tenga usted cuidado”.
Continuará...
El Puma
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