¿DÓNDE ESTÁ PAOLO MARINI?


 

         Hace 30 años que empezó todo esto. Aún no hubo un cierre. Todos los implicados fallecieron. La única persona que puede ayudar a terminar con el caso está desaparecida. Si bien Mostaccioni falleció en combate, su red no logró ser desmantelada y los prisioneros salieron a la brevedad. Comencé mi investigación hace un tiempo. La primera persona que entrevisté fue a Giorgio Gattone, pero no fue de mucha ayuda. Estaba postrado y con dificultades en el habla. Murió pocos meses después. Peter Williamson, otro de los que me hubiera podido ayudar, sufrió un accidente pocos días después de volver de Palermo. Elena Campodonico se suicidó antes del juicio. Los Gazzanelli fueron acribillados ni bien salieron de prisión. Lulú fue asesinada y el cabaret “La Bella Bestia” demolido. Di Pietro se asiló en Etiopía y, por más intentos que se hicieron, no se lo pudo extraditar. Ulrico Ballini se había ido con él. Ambos fallecieron de viejos.

         De Paolo Marini no se supo más nada. Abandonó Palermo con paradero desconocido. ¿Cómo puede ser que nadie jamás haya sabido nada? No me cabía en la cabeza. Busqué registros, datos y siempre obtuve la misma respuesta. Me fui a Turín a intentar por el lado de su familia. Me fijé en la guía y empecé a llamar a cuanto Marini vi en la lista. El único con el que concerté una cita fue con un sobrino. Nos juntamos en la Vía Roma en un bar muy coqueto. Dialogamos durante media hora. El hombre recordó a su tío con cariño y nostalgia, pero no tenía idea de qué pasó con él. Fue muy cordial, pero no muy útil. Permanecí ahí tomando café y con un mar de dudas. De pronto, mientras sostenía la cabeza con mi mano izquierda, alguien se me acercó y me dijo: “Si quiere saber del comisario Marini, vaya a esta dirección a medianoche y le diré lo que sé”. No tuve tiempo de ver nada, se había esfumado dejando una dirección escrita en una servilleta. Tenía miedo, pero mi curiosidad vencía. Llegué al lugar, una vieja casa con un gran portón de madera. Ni bien me paré frente a la entrada, la puerta se abrió. Entré y crucé un pasillo oscuro. Vi una silueta a lo lejos, pero no percibía sus rasgos. Me hizo detener y comenzó a hablar. “El comisario Marini está vivo”, comenzó. Quise empezar a preguntar y fui obligado a callar. Siguió con su relato. Yo escuchaba boquiabierto. Marini había pasado por Turín unas horas. Quemó su coche y con papeles falsos abandonó Italia. Se contactó con muy pocos, pero lo último que se supo de él fue que se había instalado en Buenos Aires y que había abierto un bar. No tuve tiempo de preguntar, la silueta desapareció con rapidez. Sentía que había avanzado, y a su vez que no. ¿Y si me mintieron? Sólo podía averiguarlo de una manera aunque esa fuera como buscar una aguja en un pajar. Tomé el primer tren hacia Milán y de ahí un vuelo a Buenos Aires. Me alojé en un hostal y me decepcioné. ¿Cómo iba a encontrar ese bar?

         Tomé una guía y miré. En la primera semana, debo haber visitado diez bares por día. Hasta que, al ver un plano de la ciudad, encontré el barrio de Palermo. Tuve una corazonada. Me recorrí el barrio de punta a punta y uno me llamó la atención. No era grande, pero el nombre me dio que pensar. Entré y no había nadie. Me senté y empecé a observar. Estaba lleno de cuadros y fotos de Palermo, un poster y un banderín de la Juventus. Al aparecer el mozo, pedí un refresco y empecé a preguntar por el dueño. Cuando vio que yo era italiano, lo fue a llamar. A los cinco minutos apareció. Era un señor mayor, canoso y de andar lento. Comenzamos a conversar muy cordialmente. Hablamos de fútbol y política. Al tocar el tema mafia, percibí que no se sentía cómodo. Yo toqué el tema Mostaccioni y abruptamente se levantó y, después de excusarse, salió de allí. No tenía más dudas, pero no lo tenía confirmado.

         Volví al día siguiente y el bar estaba cerrado. Pregunté y me dijeron que el dueño decidió vender el local y desapareció. Logré averiguar donde vivía y me fui. El departamento estaba vacío. Recorrí el piso y encontré una tarjeta. “Cesare Rossi, Bar Lo Sbirro”, decía. Miré el reverso y había una dirección. Salí inmediatamente hacia allí. Era una casa abandonada. Entré y me puse a explorar. No había mucho, salvo algunos muebles llenos de polvo. Al fondo del pasillo, una escalera conducía al subsuelo. Bajé. Estaba muy oscuro, pero seguía adelante. De pronto, sentí un golpe en la nuca, caí al suelo y no recuerdo nada. Me acabo de despertar y estoy sentado, atado de pies y manos. Hay un velador a unos metros de la silla. Miro alrededor y no hay nada. De pronto, oigo unos pasos. Son cada vez más fuertes. Apareció. “Mi primera intuición fue volver a desaparecer, arrancó, pero me gusta esta vida actual. Mucho tiempo pasé huyendo”. Quiero hacerle tantas preguntas, pero él no me deja. Se acerca a mí y me amordaza. “Imagino que tendrá curiosidad por saber de mí, continuó, por lo que voy a disipar sus dudas. Ni bien Mostaccioni fue devorada por las pirañas y luego de recibir las amenazas de Di Pietro, sabía que no había resuelto nada. Eso solo fue el principio. Era obvio que me iban a matar si me quedaba en Italia. Por eso renuncié y me fui. Llegué a Turín y en menos de tres horas me fui. Fui enterándome de todo lo que sucedía. La mafia no perdona y si me encuentra, no dudará. Hace tiempo que olvidé esos días, pero usted volvió a ponerme alerta. Sé que usted no es mafioso, a esos los reconozco a la legua. Sin embargo, debe entender que entró en un callejón sin salida. Si se enteran de que me vio, somos hombres muertos. Créame que lo lamento. No quisiera hacerlo, pero no me deja alternativa”.

         Saca su arma del bolsillo y la carga. Debo decir que la perseverancia y la obstinación me trajeron aquí. Logré lo que pretendía, nunca me puse a pensar a qué precio. Marini termina de cargar la pistola y me apunta. Mi investigación fue un triunfo, lástima que no se lo voy a poder contar a nadie.

El Puma

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