HORST, CAPÍTULO 1


 

         Había mucho movimiento y conmoción en la salida de un edificio cercano al Parque Prater. Las sirenas de la policía y de un camión de ambulancia eran los sonidos dominantes. Cámaras de televisión, periodistas gráficos y radiales, fotógrafos y centenares de curiosos querían saber qué pasaba. Tan sólo se podía apreciar a los camilleros que llevaban un cuerpo tapado casi por completo a la ambulancia. Detrás de ellos, un hombre de mediana estatura y escaso cabello subía compungido y preocupado al transporte.

         Llegaron al hospital un cuarto de hora después. Los médicos lo llevaron a la sala de terapia intensiva y lo conectaron a un respirador artificial. Si bien su corazón latía, no mostraba signos de vida, ni reaccionaba a los distintos estímulos. Los médicos no dejaban entrar a nadie. En la sala de espera, estaba la misma persona que lo acompañó en la ambulancia. Caminaba de una punta a la otra. Salía del hospital para poder fumar. No recibía respuestas por parte de los médicos. Los reporteros y paparazzis estaban al acecho, cada vez que veía a uno, se escondía. No quería enfrentarlos ni mucho menos hacer declaraciones públicas. Noticieros de todo el país hablaban del tema. ¿Qué le pasó? ¿Su salud ya venía deteriorada? ¿Había tomado algo? ¿Estaba en una situación extraña? ¿Estaba sólo o acompañado? Estas y muchas otras eran las preguntas que los medios austríacos y del resto de Europa se hacían. Los vecinos no sabían mucho. Sólo escucharon que alguien gritó “llamen a una ambulancia”. Demasiado misterio y muy poco en concreto había alrededor de esta situación.

         De pronto, entró corriendo al hospital una mujer que exigió ver al paciente, a pesar de la férrea negativa del personal. “Soy su esposa y voy a entrar”, gritó. El hombre que estaba afuera, intentó acercarse y calmarla, pero su sola presencia la enfureció aún más: “aléjate de mí”, exclamó, “tú eres la causa de todo”, finalizó.

Continuará...

El Puma

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