ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 34, PARTE 2

     


    Cuando Helena volvió a ver la decoración del departamento, que conocía tan bien y a la que había contribuido con sus ideas y algunos regalos, sintió una penosa nostalgia. ¡Cuántas cosas habían pasado entre ellos! Todo esto era parte de su vida, que de repente se le venía encima, eran los recuerdos suaves del amor, de la amistad, de ese aprecio que se tenían...

    Helena se sintió muy mal al representante a Cristian Méchant, esa ave de rapiña carente de sentimientos. Se sintió peor cuando lo asoció con el placer que le daba en la cama, con la dominación que ejercía por eso sobre ella, con su propia debilidad que le hacía sacrificar cualquier otra cosa para seguir gozando de los favores del tenista un poco más. ¿Cuánto más? ¿Un año?... ¿Seis meses?

    Ya Cristian daba señales inequívocas de aburrimiento, llegaba tarde a las citas, alguna vez la dejó esperando... como aquella vez que había salido con la yegua de Estelita, que a los 17 años había acumulado ya una experiencia considerable, y que tenía sobre ella la inigualable ventaja de la edad, del cuerpo firme, del entusiasmo y hasta de cierta ingenuidad producto de su capital ignorancia.

    ¿Cuánto tiempo más tenía con Cristian? Tal vez algunos meses, pero era inútil comparar el sacrificio que le exigía ahora Cristian con el tiempo que compraba cumpliendo su encargo. Sin querer confesárselo, sabía que se hubiera prestado a esa traición igualmente por una vez más, por una última sesión de amor... o más bien, de erotismo. Su transformación era ya completa, era una dependiente, una adicta.

    Rudecindo, en cambio, creía que todo estaba como antes, que Helena siempre seguía a su alcance. Había llegado a una condición de moderada euforia, se sentía inspirado. Con la mano de Helena entre las suyas, hablaba inconteniblemente, recordaba los momentos de felicidad que habían pasado, la complicidad que los había unido, el sentimiento de estar juntos pero aislados en un mundo ajeno, refugiados en su propio universo.

    Pero se dio cuenta de que estaba actuando fuera de estilo, del estilo que se habían impuesto. Nunca demostrar los sentimientos explícitamente, sólo en forma indirecta y con un gesto apenas esbozado. Le pidió disculpas por ese faux pas y se sintió un poco tonto, pero ya no podía evitarlo, y fue entonces cuando le dijo por primera vez en su larga relación que la quería. Se lo dijo sinceramente, sin códigos ni convenciones. Que era lo mejor que le había pasado en su vida, que lo demás no contaba para él.

    Helena lloraba inconteniblemente, sacudida por los sollozos y tapándose los ojos con la mano. Rudecindo no pudo menos que extrañarse por ese llanto de Helena y de sentirse algo extraño. En realidad, había estado experimentando un cierto malestar físico que atribuyó a tantas y tan disímiles emociones como lo habían asaltado en estas dos horas.

    Pero ahora el malestar se le localizaba en el estómago y más que nada en los intestinos, en los que experimentaba fuertes retortijones. Sintió náuseas y ganas de vomitar. Maldijo esa infortunada circunstancia que así se interponía entre él y Helena justamente en ese instante de sinceramiento. Hizo un esfuerzo sobrehumano por mantener el diálogo, pero imposible porque a la náusea se agregaba la sensación de una incontenible diarrea.

    Pidió excusas y fue al baño, donde se alivió en todas las formas posibles, y se sintió algo mejor. Ya en el living, decidió preparar un mint julep con mucho hielo, el cocktail favorito de su amiga, muy apropiado para la cálida primavera porteña. Helena parecía ahora más calma y muy sumisa a lo que propusiera Rude, quien alcanzó a darle el vaso y a hacer un brindis, cuando se sintió nuevamente presa de un irrefrenable impulso por volver al toilette. Se puso pálido, no supo bien qué hacer y se retiró con toda la dignidad que pudo convocar, que a la sazón no era mucha.

    Se sentía morir, no pudo abandonar el baño por un tiempo largo, interminable. Cuando finalmente pudo desprenderse del blanco artefacto sanitario al que parecía pegado, con el saco mal puesto, la corbata floja, despeinado y mortalmente pálido, se encontró con el living vacío. Dio un suspiro de alivio y se dejó caer en un sillón. 

    Sí, todo eso le volvió a la memoria, en su despacho de Jefe de Europa Occidental, y se sintió inenarrablemente mal. Echó una nueva mirada a la carta, recién llegada por el correo local, que yacía sobre su escritorio y volvió a leerla como si no diera crédito a sus ojos. Decía:

    "¿Te gustó la copita que te dio Helena en aquella fiesta de Mittelmongolia, pedazo de pelotudo? ¿Sabés lo que era? una poción cagativa de grandes proporciones.

    Eso te va a enseñar a hacerte el Romeo con las mujeres de los demás. Nos reímos mucho del episodio con tu Julieta".

    Firmaba: "El Vengador"


Continuará...

Gastón Lejaune

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