ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 34, PARTE 1
YAÑEZ Y HELENA
Rudecindo (Rude) Yáñez Haedo, Ministro de la carrera y hombre de mundo si los había, miraba distraídamente un paisaje invernal, no muy bien pintado, que colgaba en la pared opuesta a su escritorio de Director de Europa Occidental.
Pero no eran ni los familiares abedules ni el igualmente conocido manto de nieve reproducidos en el cuadro lo que realmente ocupaba su atención, sino la secuencia de varias escenas que reaparecían en su memoria. Las había evocado tantas veces, esas imágenes de la fiesta nacional mittelmongólica, casi tres meses atrás, cuando la primavera despuntaba en la ciudad con su misterioso llamado, con su renovado despertar.
El recuerdo era tan vívido, tan presente, que sintió una aguda congoja en su pecho: tenía delante suyo a Helena, que se le aproximaba con su sonrisa de siembre en medio del esplendor de la fiesta. Revivió su decisión de entonces, cuando nada más verla comprendió que esa noche iba a tomar el toro por los cuernos, iba a lanzarse al vacío, iba a adoptar la decisión tantas veces postergada para mejor momento y últimamente casi olvidada.
El tiempo no había sido cruel con Helena, pensaba Rudecindo, por lo menos no había podido borrar ese encanto y esa distinción de siempre. Sintió necesidad de hablarle, de ponerse en contacto otra vez con ese, su sentido de la vida particular y aventurero, lleno de un humor seco y a veces ácido, tan parejo con el suyo propio.
Las cosas entre ellos tenían que volver a ser como antes, cuando una simple referencia a alguno de los códigos conocidos bastaba para provocar una risa compartida, una risa que era apenas más que una sonrisa y un iluminárseles la cara. Sintió enojo contra sí mismo: ¿por qué había dejado pasar tanto tiempo sin verla, sin hablarla? ¿No eran el uno para el otro, como dicen los cursis?
Rude Yáñez tuvo, ante este movimiento de su alma, una reacción refleja de sobriedad. Aquella relación que los unía había pasado, aunque - adujo en su favor - había pasado un poco por las circunstancias mismas de la vida que llevaban y de sus caracteres; un inoportuno traslado a Nueva Delhi, aquella vez que lo sacaron de en medio para dejar libre a París, una pasión carnal como la que alimentó por esa condesa húngara, que lo enloqueció virtualmente, lo sacó de su quicio, le hizo perder su rumbo.
Si no era una cosa, era otra la que les había hecho postergar un proyecto de unión que tácitamente albergaban sin confesárselo, aventuras y tentaciones del momento, el devenir complicado de un par de vidas complicadas. Pero el fuego se conservaba, ardiendo tranquilo bajo las cenizas, y había revivido ya otras veces, aunque fuera fugazmente, porque el cambio y la novedad obraban como un imán sobre ambos y su llamado era irresistible. La última vez fue ella quien lo dejó, atraída por su monitor de ski, un verdadero efebo soberbiamente joven y de una capacidad inagotable para el amor. Rude había pensado entonces que sería la última, porque el gesto era un síntoma de que estaba predominando en Helena esa personalidad gozadora y hedónica que era su peor rasgo.
Pero viéndola ahora que se le acercaba, ondulante, con su sonrisa de siempre, espléndida en su madura belleza, elegante y graciosa, olvidó su última impresión y en todo caso se lo perdonó todo. Rápidamente, decidió que si se le presentaba la oportunidad iba a tomarla cualesquiera fuesen las consecuencias.
Fue así que, en un momento propicio de la conversación y cuando menos ella lo esperaba, le dijo mirándola a los ojos que estaba muy linda, cumplido que Helena tomó naturalmente. Pero cuando él insistió, vehemente, en que nunca había dejado de pensar en ella, nunca, en ninguna circunstancia, acusó la estocada y bajó los ojos, en el gesto de asentimiento de quien sabe lo que le están diciendo porque a ella también le había ocurrido lo mismo. Hablándole de cerca y siempre mirándola a los ojos, Rude añadió que jamás había dejado de quererla y que la situación del otro, si se encontraban en un buen momento, prevalecía sobre compromisos o sentimientos hacia cualquier otra persona.
Estaban en el salón grande y Helena tenía una copa llena en la mano; Rude, en un arrebato, se la quitó y bebió de ella como en una especie de comunión pagana. Helena, soñadora como estaba, tuvo una reacción tardía; intentó impedírselo pero en vano, y lanzó una exclamación de contrariedad cuando Rude apuró el contenido. Tenía un extraño aire de tristeza cuando su amigo, alzando los ojos, le dijo con mezcla de insinuación y travesura:
"¿Por qué no vamos a la Universidad?"
"Ahora".
"Sí, ahora".
Helena no ignoraba lo que quería decir Rude con eso. Era su manera de referirse al departamento del número 18 de la Rue de l'Université, que Yáñez ocupó durante su destino en París y que ella conocía muy bien porque lo había seguido hasta allí por algunos meses. Desde entonces, si uno de ellos mencionaba la Universidad, era para hacer el amor, o encontrarse en el departamento que él invariablemente mantenía dondequiera que se encontrara, tanto para lances de este estilo como para escapar del ruido y refugiarse en su soledad.
Helena tenía las mejillas sonrosadas, el pecho le subía y le bajaba con un ritmo acelerado, pero se le notaba una expresión extraña en la cara, una expresión de tristeza, de culpa y de arrepentimiento, que Rude advirtió pero que no supo a qué correspondía. En todo caso, apuró la copa - no obstante otro tardío gesto de Helena para impedírselo - y se dirigieron hacia la puerta de calle. Atravesaron el salón grande, pasaron desapercibidos para el Embajador pero no, como vimos al principio, para el escrutador grupo de Relaciones Exteriores que dominaba todo el panorama de la recepción, y se encontraron en la recova sobre el patio de entrada. Al cabo de pocos minutos apareció el enorme Fairlane negro de reglamento y ambos subieron. Yáñez musitó una orden al chofer y la limousine se deslizó en la noche rumbo al nidito que aquél mantenía en el Barrio Parque, cerca de donde estaban.
Continuará...
Gastón Lejaune
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