ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 27, PARTE 1
¡A LA CÁRCEL CON ELLOS!
Foffeti se despertó gradualmente al son de una serie de golpazos en la puerta de su leonera. Había tomado somnífero, única manera de poder dormir estos días terribles que estaba viviendo y sufría un dolor de cabeza que el inquieto sueño de la noche no le había quitado.
Se puso la bata y fue a abrir, con el corazón golpeándole fuerte en el pecho. Lo que vio era un escenario imaginado infinitas veces: dos agentes de policía y un oficial, en quien reconoció a Mazzuchelli. Este se comportó en forma muy profesional y le hizo presente que tenía derecho a nombrar su abogado defensor y que no estaba obligado a declarar contra sí mismo.
El final de una tragedia griega, pensó Foffeti, largamente anunciado por el coro. Bajando la cabeza, se rindió mansamente, sin preguntar siquiera de qué se lo acusaba.
En ese mismo momento, otra comisión policial se hacía presente en el departamento de Violeta y se la llevaba, en medio de sus improperios y llantos. Ambos fueron puestos a disposición del Juez Terribiletti, y las pesadas puertas de las diferentes cárceles en las que fueron confinados los... ¿amantes? ¿ex-amantes? en fin, los dos, se cerraron pesadamente y ahogaron sus dichos y protestas.
El mundo, como en el tango, siguió andando y entraron a tallar los abogados: el de Violeta era el Dr. Adolfo Diletante un joven flaco y alto, de estilo informal (decontracté, pensó Violeta al verlo, incurriendo en el vicio profesional de injertar expresiones extranjeras), ataviado con un saco de sport muy inglés, de color amarillento y un sweater haciendo juego, con corbata de lana. Su habla se salpicaba con expresiones modernas o deportivas, y tenía ojos inteligentes que parecían advertirlo todo. De paso, eran unos ojos claros, entre verdes y grises, que no dejaron de llamar la atención a Violeta aún en medio de sus tribulaciones.
El del Embajador era el Dr. Strumpf, figura muy diferente: de mezquina alzada, algo robusto y ya en sus años maduros, se enfundaba en un traje gris pizarra a rayas blancas espaciadas, corbata de seda algo agresiva en sus tonos colorados y azules, camisa Oxford de medida con cuello muy alto y puños dobles con gemelos dorados grandes y rectangulares, chaleco cruzado con solapitas, pantalones con botas. Utilizaba con fruición la jerga judicial, como para dar el toque profesional.
Por lo demás, tenía un andar despacioso y calmo, normalmente con las manos juntas en la espalda, e intentaba proyectar una imagen de gran nivel jurídico con esa vestimenta y ese porte. Algún malintencionado habría podido decir de él que parecía uno de esos vendedores de tienda de antaño, de Las Filipinas o de La Mondiale, solemnes y vestidos como él, cuyos modestos medios y limitada instrucción traslucían tras el casimir inglés conseguido en la casa con descuento. (Un "quiero y no puedo" hubiera dicho Robertita Pinkey).
Las escenas que paralelamente se desarrollaron merecen que nos detengamos un poco en su descripción. Primero, la de Violeta, que fue llamada en su celda por una carcelera gris y horrenda, patético logro de un resentimiento de infancia, realimentado sin pausa durante el resto de su vida. Conviene decir de Violeta que la desgracia abatida sobre ella, en lugar de deprimirla había actuado como un estímulo nuevo y revigorizante. Vestida de negro como estaba, sin pintura, algo pálida y con su pelo rubio peinado con sencillez, Violeta distaba mucho de inspirar lástima, o de parecerse a una criminal confesa.
Continuará...
Gastón Lejaune
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