ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 26, PARTE 1


 

                                    EN EL GABINETE DEL CANCILLER

    Mientras tanto, en su oficina de Jefe de Despacho del Canciller, el Ministro Juan Ramón Bermúdez, mejor conocido por su apodo de "Calígula", hablaba por teléfono expresivamente, convincentemente, y con voz susurrante, acariciante, insinuante. Imposible para un tercero penetrar en esa conversación o intentar entender lo que se decía. De alguna forma, el pelado Bermúdez se las arreglaba para que sus dichos fueran inexpugnables e indescifrables excepto para su destinataria: eran como una comunicación por cable privado.

    Teléfono y mujeres, he aquí la trama de la existencia de este hombre oscuro y que tenía alrededor suyo como el misterio del seminarista. ¡Qué habría sido de Bermúdez si le hubiera tocado vivir antes de Graham Bell!

    Esos eran los pensamientos de Alaistair Mac Namara, conocido lunfardista y Primer Secretario del Servicio, cuando penetró en los clásicos despachos anexos al del Ministro, en esa suite de cinco cuartos, cuatro de ellos grandes y uno pequeño, este último el famoso comedorcito, transformado luego en la cueva más prestigiosa del Ministerio porque alojaba al Jefe de Gabinete y nadie ignoraba que este funcionario normalmente mandaba en lo relativo al personal, de Embajador para abajo y a veces inclusive, muchísimo más que su propio jefe.

    Al ver a Bermúdez, Mac Namara no pudo impedirse de pensar que el teléfono era como excrecencia, no sabía bien si de la mano o de la oreja, del seminarista degenerado. 

    "¡Bermúdez es un maestro del chamuyo!" pensó el lunfardista y funcionario, mientras especulaba con la tipificación de ciertas palabras. "Chamuyo" era una de esas, y la realidad que mencionaba un envidiable don: la posibilidad de convencer, de inducir, de tentar a través de la palabra hablada.

    Siguió el visitante con sus especulaciones. Era merced a los mágicos efectos del chamuyo como "Calígula" obraba, no sobre todo el mundo, sino muy particularmente sobre las mujeres, a las que asediaba sin cansancio ni tregua y les iba metiendo uniformemente en la cabeza la noción de que él las necesitaba, que no podía vivir sin ellas, que el marido que tenían no las comprendía, porque era espíritu vulgar, que ellas merecían mucho más que eso: un alma que penetrara en los recónditos pliegues de las suyas, un hombre de inteligencia omnicomprensiva, de hablar suave, un amigo. ("Un gomía", quintaesencia de la amistad en el lunfardo familiar a Mac Namara)

    En la carrera se las había arreglado para transitar siempre por secretarías privadas, para ascender oportunamente, para tener buenos destinos. Siempre en dimes y diretes con el Cuarto Poder, contaba normalmente con algún periodista bien colocado para publicar ciertas cosas en momentos oportunos o para decir otras en otros.

    Trabajar, lo que se dice trabajar, no era su fuerte. Él hilaba, tejía, bordaba intrigas y combinaciones, pero no creía en estudios, ni en memoranda, ni en la lectura de expedientes, y a la reflexión política propia prefería la de los caciques de su movimiento político, que repetía textualmente. Era se fuerte rematar su observación con una boutade o - según el interlocutor - con frases crípticas, que afortunadamente nadie le pedía que desarrollara. Eso había contribuido a darle una cierta reputación de agudo analista político en el mismo tipo de público que hacía culto de los silencios de Sphincter, o que creía en sus estudios extranjeros. "La gilada" según pintoresca caracterización de Mac Namara, rápido en encontrar equivalentes populares de las apelaciones cultas.

    Mientras nuestro filólogo y funcionario se entregaba a estos pensamientos, "Calígula" estaba trabado en una espesa conversación con Marta Fouchet, cuyo encubierto leit motiv, era tratar de convencerla a través de métodos subliminales para que se fuera a la cama con él. 

    Estaba precisamente en un desvío de esa ruta cuando la presencia de Mac Namara, obviamente a la espera de que colgara, lo obligó a bajar aún más la voz para dejar a su colega fuera de la conversación. Marta le decía:

    "...fue Pinky la que me contó de la confesión de Violeta... No sabés cómo estaba Pinky, excitadísima... Parece que había intentado matarlo antes, pero no se animó... claro, había tomado algunas copas y vos sabés que in vino, veritas."

    Y tras una pequeña pausa agregó, aprovechando para darle algunas pinceladas de negro al ingrato Foffeti, que la había dejado caer totalmente al regreso de Nueva York:

    "Pero a mí no me sacan de la cabeza que el Toto fue el que la instigó... no había más que oírlo hablar de Vegas..."

    "¡Violeta!" pensó Bermúdez. "¡Otra vez ella!" Rememoró sus fracasos con Violeta, totalmente inmune a sus artes parlantes, escéptica de su reputación de inteligente, inaccesible a sus apelaciones a la líbido, descreída de sus ostentaciones de influencia. Violeta, que se había negado repetidamente a ingresar a su colección de necias convencidas, que se había reído abiertamente de sus zurdas tentativas, ¡que había puesto en descubierto públicamente la trama de su famoso chamuyo!

    "¡Sn dda ngna qfe ella!" dijo "Calígula", que en su afán de secretear se tragaba la mitad de las palabras.

    "¿Qué decís?" se intrigó Marta.

    Bermúdez dio un suspiro, y ya articulando mejor:

    "Digo que esa persona debe, en efecto, haber sido la que llevó a efecto la gestión que usted me comentaba".

    Y a continuación:

    "Mire, doctor, en este momento me está llamando el Canciller, debo dejarlo... Sí, bueno... pero continuemos esta conversación más tarde... lo llamo... hasta luego..."


Continuará...

Gastón Lejaune

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