ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 24, PARTE 4


     Dejó inconclusa la frase. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, permaneció quieta un rato y finalmente se quedó dormida.

    Roberta la miró. Así como estaba era todavía una linda mujer. Su bata estaba abierta y su pecho, que subía y bajaba algo irregularmente, se ofrecía a su vista casi enteramente. Pero la pervertida maestrita Ciruela no estaba ya para eso. Muy pálida, se levantó y se fue del departamento temblando. 

    Todavía entrechocando los dientes y como tiritando del miedo, Robertita conservó la suficiente sangre fría como para intentar algunas conclusiones y decidir sobre su conducta futura. 

    "No, yo al Toto no le digo nada de ésto. Si le dijera algo, sería para insultarlo, por el lío en que me metió, siempre con sus encargos y sus complicaciones. Y yo la misma idiota, que le hago caso..."

    Pero había algo mucho más grave que contarle o no a Foffeti ese asunto, por espinosa que le pareciera la explicación. Revivió por un instante su entrevista con Violeta, y fue consciente de que aquella estaba al borde mismo del colapso emocional, en ese momento y acaso desde hacía varios días. Muy posiblemente desde el día del crimen de la Embajada... si es que lo había cometido. Sobre eso, Robertita adquiría una mayor certidumbre cada momento que pasaba. Además, había bebido mucho, estaba... ¡ebria! (Borracha era una palabra que no aplicaba jamás a las mujeres). In vino veritas pensó, recayendo en uno de sus inoportunos preciocismos. 

    Le vino a la memoria la imagen de los sensuales pechos de Violeta subiendo y bajando rítmicamente al respirar, recordó sus ojos claros, su boca sabrosa, sus piernas al aire y un calorcito invasor perturbó su razonamiento. Esa mujer le daba miedo, la sacudía, hacía imposible un pensamiento coherente. Se alegró de haber sido interrumpida justo a tiempo, porque de lo contrario se hubiera entregado completamente en sus manos. A Violeta, no obstante todo lo que había dicho, le gustaban los hombres y no las mujeres. Había estado al borde de arruinar un largo historial, y todo por unas copitas y por una mujer atractiva.

    Pero eso tampoco era lo importante. Si había atentado contra Vegas una vez, en su casa, ¿habría sido ella quien lo había matado en la Embajada de Mittelmongolia? ¿Era ella la que virtió el cianuro de potasio en el octavo vodka-tonic?

    Obviamente, pudo haberlo hecho, porque estaba al lado suyo cuando se produjo el crimen. ¿Pero habría sido capaz de tomarse ese riesgo?

    Eso la hacía dudar. Nadie en su sano juicio haría una cosa semejante. Nadie en su sano juicio... ¿pero es que ella estaba en su sano juicio? Aquí Robertita se puso a reflexionar. Loca no era Violeta, eso no. Pero la propia confidencia que le había hecho indicaba un cierto desequilibrio, un... descontrol. ¡Un descontrol! Es que ella misma, Roberta, que sí estaba en su juicio, ¿no había sido también víctima de un descontrol con ese beso que ya tenía en los labios cuando la interrumpió un acontecimiento exterior y fortuito? ¿Es que los seres humanos no somos unos permanentes descontrolados?

    Recordaba haber leído, cuando cursaba Derecho Penal, una descripción del homicidio pasional que en nada se parecía a lo que ella había imaginado. El homicidio bajo emoción violenta, creía ella que se producía cuando el criminal manifestaba exteriormente estar poseído de una agitación, de una emoción que de hecho se apoderara de él y que lo manejara como a un títere.

    Esa no era, sin embargo, la única forma de la emoción violenta. La pasión - decía el libro - se excavaba un conducto anímico profundo, duradero, que iba alterando poco a poco la capacidad del homicida para distinguir el bien del mal. Alguien podía cometer un crimen pasional "en estado de emoción violenta" sin dar muestras exteriores de estar emocionado, inclusive dando alguna apariencia de haber premeditado el crimen.

    Entre el momento en que había producido el primer atentado y la fiesta de la Embajada, mucho progreso podía haber hecho la pasión del odio y de la venganza que dominaba a Violeta, el necesario para que ésta perdiera el conocimiento del bien y del mal. Lo que estuvo a punto de ocurrir la primera vez, ocurrió efectivamente la segunda: la pasión de Violeta, ese resentimiento contra Vegas guió su mano a depositar el cianuro en la bebida y a prescindir de consideraciones prácticas, como por ejemplo que el Código Penal asesta entre 8 y 25 años de prisión al autor de un homicidio simple, y que éste estaba agravado por el medio alevoso que se empleó: el veneno.

    ¿Y ahora, qué haría? Robertita creía a pies juntillas en la calidad sacrosanta de la Autoridad. Más de una vez, en el Liceo y aún en la Facultad, había incurrido en denuncias que, por supuesto, no habían contribuido a exaltar su popularidad entre los condiscípulos. En el Servicio, sobre todo estando destinada en el exterior, también había hecho partícipe al Embajador de alguna conspiración interna o de alguna lucha de facciones. 

    Esta confesión tenía que llegar de alguna manera al mundo oficial, pero no podía olvidarse de la belleza de Violeta ni de la perturbación que le produjo su cercanía física. Decidió que a la Policía no, pero tal vez hubiera otra forma de manejar el asunto.

    Reflexionó un rato y creyó recordar que León Sphincter, el investigador privado, antiguo profesor del Instituto del Servicio Exterior a quien ella conocía bastante bien, intervenía en el asunto. Era una eminencia de la criminología ese hombre, o al menos esa era su fama. Decidió descargar en él su conciencia y pedirle un consejo.


Continuará...

Gastón Lejaune

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