ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 24, PARTE 1
PINKY Y VIOLETA
Iba caminando hacia el departamento de Violeta, pensando cómo hacer para cumplir con el encargo de su primo. "Es... sexy, Violeta, le gusta mucho a los hombres" pensaba Robertita. Y a las mujeres... por qué no, con esa mezcla de atractivo femenino y de esa cosa casi de hombre, esa decisión, esa audacia, ese coraje... Sobre todo, se animó a confesárselo, a mujeres como... ella misma, que cultivaba en el más íntimo rincón de su jardín interior, como una flor exótica y oculta, su diferencia con las otras de su sexo. Porque ella se había ido dando cuenta de que no era igual a las demás chicas, y luego a las demás mujeres. Se acordaba bien de aquellos momentos en que por primera vez se sintió atraída por una compañera de escuela, de su desorientación y luego de la agonía de su soledad y de las luchas de su adolescencia por ser igual a las otras y ocultar sus inclinaciones. Por suerte, pensó, había logrado evitar el escándalo y presentar al mundo una fachada de normalidad. Porque eso sí, se dijo con cierto orgullo, nunca nadie pudo aportar prueba alguna de sus escapadas, nunca nadie pudo ir más allá de sospechas o maledicencias. Tal vez el único que podía tener alguna certeza era el maldito Toto, que la conocía desde la más tierna infancia y que la había visto una vez jugando con la prima Felicitas, esa vez que ella creía que estaban solas en el jardín.
Había sido un susto verdaderamente, porque Felicitas era mucho más chica y a ella, Robertita, se le había ido un poco la mano. Pero Foffeti seguramente no había comentado el asunto con nadie, porque la cosa no había trascendido. Solamente lo guardó - típico de ese canalla - para hacerle chantaje de cuando en cuando, con alguna velada alusión a que "sabía sobre su carácter cosas que ni ella misma sospechaba".
Por eso fue mucho más tarde, cuando eran ya adolescentes, y Toto quería taparle la boca, lo que invariablemente conseguía en razón de su arma secreta, y esa superioridad quedó así sentada de manera que en los años maduros de ambos, le bastaba a Foffeti ponerse un poco irónico para terminar con las discusiones que la Maestrita Ciruela hacía eternas en su afán de nunca perderlas.
Por lo demás, se había cuidado de traicionarse como... pensó con alguna renuencia, porque era pudorosa, "de mearse en la cama", que era uno de los dichos favoritos de Foffeti y que se le había pegado. "Nunca operar en la sede" era su consigna, siempre esperar el viaje aventurero a la ciudad exótica, en el exterior donde se podía dar rienda suelta a los instintos sin demasiado peligro de ser descubierta.
Además, ¡qué diferencia entre los países civilizados y ese Buenos Aires de su temprana juventud, provinciano, machista y lleno de prejuicios! "¡Quelle douceur de vivre!" pensó Robertita, "aquella vida en Europa". ¡Qué civilización! Pero una vocecita interior, apenas audible, le recordaba que en realidad no había vivido grandes amores, ni pasiones desenfrenadas que justificaran lo que ella, hija de su época, había sido inducida a ver como un terrible desvío.
Es que era un poco... Robertita no quería encontrar la palabra, pero la vocecita interior se la dijo: "seca". Por su educación era puritana, inexpresiva y en su fuero interno rara vez había otro movimiento que la competitividad, el orgullo, la altanería, la crítica. Además, era tímida, y sólo salía de su cáscara bajo ciertos estímulos y rara vez para demostrar emociones. Era, prosiguió incontrolable la voz interna - inesperadamente parecida ahora a la de Foffeti - una burócrata del sexo, paradojalmente del sexo que no le tocaba. Complaciéndose en esta corriente de autoacusación, se decía que más que eso, era una burócrata de la perversión, lo que era peor, y de una perversión contada, pesada y medida, sin heroicidad ni dramatismo.
Continuará...
Gastón Lejaune
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