ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 21
LA
DULCE RENDICIóN DE DORINDA
Dorinda estaba sola en el escritorio
de Sphincter,
esperando
que éste volviera de un peritaje judicial que se le había encargado en un
sonado caso de estafa. Recorrió con su vista el sobrio espectáculo del estudio,
se sentó en la gran silla giratoria y empezó a dar vueltas, pensativa. Cuando
la recordaba, lo que era frecuente últimamente, la entrevista mantenida con
Menchaca la desazonaba: este demonio la había hecho cantar todo, sin permitirle
meter una sola mentirita en ese relato que para ella era como un vómito
provocado.
Para peor, Menchaca nunca descartaba
oficialmente la posibilidad de que ella fuera la que había puesto el cianuro en
el octavo vodka-tonic de Vegas. Sin acusarla, Menchaca siempre hacía alusión a
los "hechos del caso", entre los que su acceso a las bebidas y el
ofrecimiento hecho del cocktail a Vegas figuraban irremediablemente.
Su mirada se detuvo en el grabador que ahora
estaba sobre la mesa y esa visión despertó su curiosidad. Hizo retroceder un
poco la cinta y apoyó el dedo en "Play". La voz que salió del
grabador la hizo saltar de sorpresa, ya que le era familiar:
"Mazzuchelli", pensó, e hizo retroceder aún más la cinta, hasta que
llegó al comienzo de la entrevista que aquél mantuvo con Sphincter. Así se pudo
enterar del notable marchandage propuesto
por el Escribiente y de que sus sospechas recaían decididamente sobre la cupla
Navalcarnero‑Foffetti, la primera como ejecutora y el segundo como instigador.
"¿Cómo no me dijo nada este
papagayo?" pensó indignada Dorinda." Esto es fundamental."
Y decidió poner el asunto sobre el
tapete no bien llegara el investigador, lo que se produjo pocos minutos más
tarde. Hubo el habitual intercambio de afectos y cortesías, ‑algo frío del
costado de Dorinda‑ y una frustrada tentativa de beso en los labios por parte
del investigador, que gracias a un rápido esquive de la Secretaria social fue a
parar en la mejilla, humedeciéndosela.
Con expresión jocosamente severa,
como si estuviera retando no del todo en serio a un niño, Dorinda le espetó
estas inesperadas palabras:
"Usted dice que me quiere, pero
hay secretos que no me revela."
El trato de "usted" era en
Dorinda un grado aún mayor de formalidad que su tuteo castizo, lo que alarmó a
Sphincter considerablemente. Algo había en el aire que no le gustaba nada, pero
estaba a kilómetros de distancia de presumir la razón detrás de esta actitud.
Sólo se le ocurrió decir, con su habitual voz disonante:
"Secretos? Qué secretos?"
"Secretos respecto a la
investigación del asesinato de Vegas".
Sphincter estaba en la oscuridad más
total sobre los aludidos secretos. Hacía tiempo que no emprendía la menor
gestión sobre ese asunto, y no registraba en su memoria novedad alguna digna de
ser mencionada a Dorinda. Pero ésta interpretó su silencio como un
reconocimiento de que en efecto, algo le ocultaba.
"¿Por qué no me dijiste que
Navalcarnero era sospechada por la Policía?"
"¿Navalcarnero?"
"Si, Na‑val‑car‑ne‑ro. Me
negarás que estuvo a verte Mazzuchelli hace dos días, y que te dijo que Violeta
estaba bajo sospechas muy pesadas?"
"Quién es Mazzuchelli?"
preguntó inesperadamente Sphincter, que a esta altura estaba ya como atontado.
Dorinda echaba fuego por las
narices.
"El Teniente Mazzuchelli. Me
vas a decir que no lo conocés, y que no estuvo aquí a verte, y que no te dijo
que Violeta era sospechosa?"
Sphincter podía ser considerado por
algunos, y en realidad lo era, como un tonto. En esa opinión, se lo consideraba
tonto porque sin razón alguna se creía más inteligente, o mejor de lo que era,
y porque se tomaba en serio y porque se daba importancia. Era tonto, porque
podía ser engañado hasta por una débil mental como Dorinda. Pero no era tonto
como para dejar pasar una contradicción, no lo era tampoco a veces para
penetrar en el carácter de algunos personajes, cuando no lo cegaba su
afectividad. No podía, entonces, luego de estas manifestaciones, dejar de
advertir que este Mazzuchelli era alguien a quien él debía conocer, y que en
efecto debió haber estado en esta oficina hacia dos días. De repente, algo
surgió de entre las brumas que nublaban su entorno vital últimamente, y de
entre esa curiosa mezcla de realidades y sueños en la que se debatía con tan
poca gracia desde que sus noches comenzaron a pasar entre eróticas vigilias y
húmedas dormideras: en efecto, existía un Mazzuchelli, que había venido a
visitarlo y con quien había hablado, o más bien, que le había hablado. Pero no
consiguió darse una razón valedera para esa visita.
Asumió un aire de importancia, y
para salvar la cara dejó entrever que no podía confiar a nadie ciertos aspectos
de la investigación porque el secreto no le pertenecía. Al mismo tiempo,
contraatacó.
"¿Y vos cómo sabes que vino?"
Dorinda estaba entre ofendida y
rabiosa por esta rebelión del investigador. Cómo se atrevía este mamarracho
panzón, medio pasado en años y aburrido, a ocultarle cosas a ella? Cómo pretendía después babosamente besarla y
tocarla, mientras sustraía a su conocimiento asuntos que le eran tan vitales?
"Lo se porque lo se. Yo también
tengo derecho a guardar ciertas cosas en reserva. Particularmente cuando de tu
lado hay esta actitud tan poco abierta."
Sphincter cayó en uno de sus acostumbrados
mutismos, que de tantas dificultades lo habían extraído, y que tan eficazmente
habían contribuido a forjar el mito de su inteligencia. Por su parte, Dorinda
meditaba aprovechando la pausa. Sería posible que León le mintiera, y realmente
le mantuviera esas cosas en reserva? No podía creerlo, porque contradecía toda
su comprensión del vínculo que los unía y del carácter del investigador
privado. Pero decidió que era necesario aprovechar esta revelación inesperada.
Tendría que aproximarse nuevamente a Mazzuchelli, pero sin que Menchaca se
enterara. Se estremeció al acordarse del odioso Menchaca, para quien ella era
poco menos que un libro abierto.
Por otra parte, no podía darse el
lujo de romper con Sphincter, de modo que sólo se abría un camino frente a
ella: ablandarlo y hacerle hacer algunas cosas. Por lo demás, ya era tiempo de
que cediera, porque aún los pescadores terminan por tirar de la cuerdita.
Estaban sentados en el Chesterfield.
Dorinda le dirigió una mirada tierna, y se llevó la mano al tercer botón de la
camisa. Con la otra, tomó al investigador de la barbilla y lo forzó dulcemente
a mirarla en los ojos.
"Tontito amoroso, Leoncio"
dijo con su mejor susurro.
Sphincter perdió algunos segundos en
adaptarse a las nuevas ‑y sorpresivas- circunstancias, pero cuando el generoso
escote de Dorinda entró en su campo visual al inclinarse aquella hacia
adelante, se puso inmediatamente en situación. El beso apenas rozó sus labios,
pero junto con el resto de su actitud constituía un estímulo fuerte, y ella lo
sabía. Un brazo de Sphincter le rodeó la cintura mientras la atraía hacia sí,
sin que se registrara sino una blanda resistencia de su parte.
Ya más cerca uno del otro, el
investigador le pasó el brazo libre sobre el hombro y se lanzó directamente
hacia sus labios entreabiertos. Tras ese primer contacto, que hizo remontar
considerablemente su nivel térmico y emocional, se atrevió a explorar el
escote, operación que para su sorpresa pudo completar sin mayores
inconvenientes. Agotada la etapa pectoral, comenzó otra por los muslos de
Dorinda, debajo de su pollera. El satisfactorio desarrollo de las cosas hizo
concebir a Sphincter la alucinante esperanza de que esta vez fuera a ser de
veras el asunto, pero cuando ya parecía alcanzado el punto álgido y Sphincter
se aprestaba a adoptar las posturas conducentes al acto que tanto imaginara en
estas últimas semanas, ella comenzó un elaborado proceso de retiro.
Congestionado, Sphincter no daba
crédito a sus ojos y la miraba sin comprender del todo. Dorinda le hizo
entender que debía prometerle amor, que ella le estaba dando la prueba máxima,
pero que él debía prometerle fidelidad y hacerla entrar en su confianza. El
investigador privado, incapaz de cualquier diálogo a esta altura, prometió
todo, y ella volvió a su anterior docilidad.
Al día siguiente, cuando el investigador
privado se encontraba, despierto y en muy diferente estado de espíritu que
veinticuatro horas antes, Mazzuchelli golpeó discretamente a la puerta del
estudio, y esta vez fue el propio Sphincter quien se la abrió. "Un buen
signo" pensó el visitante, "mandó afuera a la secretaria para poder
hablar con tranquilidad". Tras un apretón de manos, algo forzado por el
Escribiente ya que Sphincter no daba la mano a menos que se viera más o menos
compelido a hacerlo, ambos hombres se sentaron en el Chesterfield negro. El
ambiente parecía ahora más propicio, y Mazzuchelli pudo desarrollar su
dialéctica con mayor facilidad que la primera vez.
"¿Recuerda nuestra
conversación, doctor?"
"Perfectamente" respondió
el investigador, ya al tanto del contenido de la grabación luego del episodio
anteriormente referido.
"Creo que el caso está
totalmente cerrado"
Arqueo de cejas, fuerte aspiración
nasal y acomodamiento labial de Sphincter.
"Usted dirá"
"Tengo la virtual absolución de
posiciones de Foffeti. Lo acabo de interrogar y prácticamente ha confesado.
Faltan sólo los detalles y un interrogatorio en forma. El hombre está
destrozado."
Y continuó dando todos los
pormenores de su investigación, el fruto de su esfuerzo y de su meditación
desde que se iniciara el caso.
"El envenenamiento es un
recurso típicamente femenino..." comenzó diciendo Mazzuchelli, y se lanzó
a un largo discurso.
Sphincter, en su interior, tomaba
cuidadosa nota mental de estos dichos y por afuera se limitaba a asentir a
ratos, pensativo, y a emitir de tanto en tanto algunos sonidos indefinidos. Se
encontraba de lleno en su papel.
Continuará...
Gastón Lejaune
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