ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 19


 

ROBERTITA Y TOTO

 

            Robertita Pinkey miró a Foffeti a través de sus anteojos de marco teórico (dorado) y pronunció la frasecita que aquel estaba temiendo oír de un momento a otro:

            “¡No puedes culpar a nadie de este asunto!”

            Ese dicho, traducido literalmente del inglés, que Robertita cultivaba desde su estada en Atlanta, Georgia, como Secretario y Cónsul de Tercera Clase, inspiraba avasalladores deseos homicidas en Foffeti. La pedantería de Maestra Ciruela que desplegaba constantemente la prima Robertita era legendaria en el Servicio Exterior, y motivaba toda suerte de chistes y de cuchufletas. El sentido del humor de Foffeti, en el mejor de los casos algo anémico, no le permitía apreciar la parte jocosa del asunto: simplemente hubiera querido colgarla del pescuezo. La ejecución mental le trajo la escalofriante memoria del crimen de Vegas, y tuvo un estremecimiento.

            “Eso te pasa por andar con varias mujeres al mismo tiempo y por querer ser todo en uno: Embajador en Nueva York, Talleyrand y James Bond.”

            “Y vos hablás así porque sos una solterona que no sabe lo que es bueno. Lo que deberías hacer es conseguirte un buen marinero que te sacuda un poco…”

            Robertita miró fríamente a su primo.

            “Ya sabés que el sexo no me interesa…”

            Foffeti debió refrenarse para no decirle que él sabía demasiado bien qué tipo de sexo le interesaba a su prima: había venido a pedirle un favor, y no se conseguían los pedidos con alusiones venenosas. El problema que a continuación le expuso no fue, desde luego, el principal que lo aquejaba y que todos conocemos, sino que tenía con él una relación de afluencia, por así decirlo. Foffeti había resuelto congraciarse con Violeta, y ésta rehusaba su compañía desde aquella entrevista en el “Atlántida” en la que había concebido inicialmente fuertes sospechas de lo ocurrido en Nueva York entre él y Marta. Lamentablemente para Foffeti, las sospechas de Violeta se habían fortalecido por algunos dimes y diretes muy oportunos.

            Le era imperativo – pensaba el Embajador – seguirla de cerca, controlarla algo y enterarse sus movimientos, pero al mismo tiempo sin que se lo viera demasiado frecuentemente con ella. Pensó en Robertita y apeló a antiguos recursos de complicidad familiar, que le habían dado resultado en otras ocasiones.

            “Mirá, Betita, necesito que hagas una cosa por mí”.

            “Ya me imaginaba que tu visita no era desinteresada”.

            “No digas eso, si sabés que te vengo a ver cada dos por tres…”

            “Sí, para pedirme plata o para algún encargo con tu mujer, cuando todavía no te habías separado”.

            “No, por el gusto de conversar con vos. Bueno, Beta, haceme esta gauchada”.

            “¿Qué querés?”

            “Vos sos amiga de Violeta. Andá a verla y decile que yo estoy desesperado porque no quiere verme. Que me metí en cama y no recibo a nadie. Que tenés miedo de que me pase algo…”

            “¿Qué te puede pasar?”

            “Estoy deprimido, y vos sabés que cuando alguien sufre una depresión, puede llegar a suicidarse”.

            Robertita lo miró con aire de incredulidad.

            “¿Y vos crees que se va a tragar eso?

            “Sí, si se lo decís vos con esos ojos azules y con esa cara de ingenua que tenés…”

            Robertita se quedó un minuto en silencio, calculó que le debía una a su primo de aquella vez en que había interpuesto una amistad política en favor de su último ascenso. La alianza familiar había funcionado bien entre ellos, no obstante la escasa afinidad y la constante irritación que su modalidad despertaba en Foffeti. Y por último, el primo la dominaba, su locura general le infundía algún temor, por lo que siempre terminaba haciéndole el gusto.

            “Una mano lava a la otra, y ambas lavan…” pensó Robertita, pero no terminó la frase porque le parecía de mal gusto llamar a las cosas por su nombre.

            “En realidad, te diré, Violeta no es amiga mía. La conozco, tenemos buena relación, pero nada más”.

            “Andá, Roberta, haceme la gauchada”.

            “Bueno, dame tiempo y haré lo que pueda. Pero no te garantizo nada”.

            Nada más partir el primo, Roberta tomó el teléfono y marcó el número de Violeta. Le dijo que tenía que verla porque necesitaba hablar con ella.

            “Bueno, venite para acá cuando quieras. Aprovecharemos para cambiar algunas figuritas”.

            “Bueno, paso mañana a las ocho de la noche. ¿Está bien?”

            “Está bien. Te espero con unos cocktails”.

            Cuando estaba por colgar, Robertita se imaginó a Violeta en la otra punta de la línea. Estaba muy fuerte, Violeta y seguramente debía tener un temperamento bárbaro. A lo mejor, alguna vez…

            Al depositar el tubo, Robertita tenía un aire soñador.

Continuará...

Gastón Lejaune

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