ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 12
UN
ROMANCE EN FLOR.
La relación entre Sphincter y
Dorinda se había estrechado considerablemente.El investigador privado la había
llamado de nuevo y habían salido juntos varias veces: ahora se veían casi a
diario y hablaban por teléfono a cada rato. Entre ellos se había asentado un modus vivendi que seguía ciertos canones
y rituales. Dorinda se manifestaba a ratos provocadora, a ratos elusiva y como
ausente. Ciertas veces y para emplear el lenguaje oficial de Mazzuchelli,
"se habían ido a las manos" y se habían producido algunos momentos de
intimidad entre los dos "sujetos" particularmente ese día en que ella
‑ya advertida del síndrome mamario de León‑ se había aparecido con una blusita
decididamente reveladora. Pero luego de ceder a algunos ardores del
investigador, y cuando éste empezaba a congestionarse y a cambiar de ritmo
respiratorio, Dorinda se sustraía como una anguila de los multiplicados brazos
de Sphincter y caía en una de sus ausencias espirituales, concretada a veces en
una excursión al baño o a cualquiera otra parte que la alejara de la fogata en
que se consumía su cada vez más movimentado galán. Sphincter imaginaba al
principio a Dorinda como una heroína romántica de exquisita e incomprensible
sensibilidad para el común de los mortales, que quería en esos momentos cálidos
‑por contradictorio que pudiera parecer- estar sola para pensar en su Topus
Uranus. Firme todavía en su peculiar percepción de la personalidad de Dorinda y
de sus valores intelectuales y culturales, crecientemente su pensamiento
recaía, sin embargo y en forma obsesiva, en los frotamientos y apretones
pasados y los imaginados para el futuro, y tenían principalmente en cuenta los
concretos pormenores físicos de la Dulcinea.
En la memoria de Sphincter estaba siempre presente ese pechugón, que si
había perdido su temblorosa firmeza de antaño ‑un par de lustros, según rápido
cálculo del investigador‑ aún ostentaba unos provocativos y gorditos
promontorios en las puntas, que sus arteras camisas mostraban más que
encubrían. Cada día que pasaba, la personalidad entera de Sphincter se volcaba
hacia el llamado erótico que, debido a razones no bien digeridas por su ser
consciente, le hacía esta mujer. Para qué decir que la situación se veía
considerablemente agravada por el
régimen de duchas escocesas ‑un chorro caliente y otro frío‑ a que se lo
estaba sometiendo sistemáticamente. No contenta con esta técnica, Dorinda
ensayó un antiguo truco: los celos. Un día cayo a la cita en el bar del ultimo
piso del Edificio Comega con la respiración irregular, las ropas ligeramente
desordenadas, el pelo revuelto y con la camisa abierta un botón más abajo aún
de lo habitual. Hasta Sphincter pudo apercibirse de que algo le estaba pasando,
y le preguntó que tenía.
"N...Nada, nada..."
"Cómo nada, estás agitadísima
..."
Dorinda miró para otro lado. Luego
volvió la cabeza hacia Sphincter y le señaló con los ojos una mesa donde
acababa de sentarse el Embajador Foffeti.
" Qué pasa con ese señor?"
Preguntó Sphincter con severidad, según su costumbre.
"Es el Embajador Foffeti"
"Ya lo se, lo conozco hace
años. Qué pasa con el?"
Dorinda fingió vacilar, pero luego
tomó envión.
"Subió conmigo en el ascensor.
Estábamos solos. Yo lo saludé como de costumbre, y él se me acercó y me dio un
beso."
Hizo una pausa para apreciar el efecto
producido por el introito, y prosiguió, entrando ya en materia:
"Pero enseguida me agarró de la
cintura y me dio otro beso en la boca, mientras trataba de tocarme con la otra
mano."
Al decir esto, con su vocecita
aniñada, asumió una expresión de sorpresa, como si quisiera transmitir a su
interlocutor lo increíble de la situación; abrió muy grandes los ojos bajo el
espeso flequillo que le cubría las cejas, conformó la boca como para pronunciar
una inaudible "oh", y se quedó mirándolo a la espera de alguna
respuesta. Enseguida añadió:
"Tuve que hacer un esfuerzo
para desprenderme de él."
Sphincter la miró como sin
comprender, pero luego poco a poco la ira profunda que lo invadía le subió a la
cara en forma de un rubor encendido. Antes de hablar, sin embargo, trató de
mantener su control y de no traicionar esta muestra de sentimientos que eran
tan insólitos como para hacerle olvidar el habitual refugio de su tic labial.
Dijo en forma muy deliberada y lenta, al
tiempo que comenzaba a incorporarse de su silla:
"Eso no va a quedar así. Ahora
mismo lo voy a increpar."
Dorinda se asustó. No había
calibrado bien sus recursos, ni su sonda había llegado hasta el fondo de ese
abismo de necedad que era la mentalidad sphincteriana. Esa sorpresiva reacción ponía a su historia
en trance de ser verificada y por consiguiente desmentida.
Saliendo de su papel de infanta
inocente perdida en este perverso mundo de adultos, tomó resueltamente al
investigador por el brazo y apeló a su
condición de hombre de mundo.
"Te vas a poner en ridículo,
Leoncio. Las cosas no se hacen así"
La sobriedad y el insólito tono
adulto de Dorinda hizo salir al investigador del estado hipnótico que lo
dominaba cuando estaba en su presencia ‑que algunos escépticos del mito
Sphincter tenían, sin embargo, por su habitual estado de embotamiento‑ y cedió
ostensiblemente, no sin mascullar entre dientes que eso no iba a quedar ahí. Ya
las iba a pagar Foffeti.
Se quedó un instante en blanco, sin saber
bien qué hacer ni qué decir, y por encontrar una salida, su pensamiento volvió
al caso de la Embajada de Mittelmongolia, al que tenía algo descuidado desde
hacía un tiempo.
"Este tenía algo que ver con la
chica de Navalcarnero? pregunto con cara
de sospecha.
"Bueno, todos saben que salen
juntos."
"Vos me dijiste que sospechabas
de ella, no?" preguntó, un poco al pasar y distraídamente.
"También, como para no
sospechar. Su situación es muy comprometida, Leoncio."
Como si las condiciones que enumeraba
no fueran exactamente las suyas propias, continuó:
"Tenía motivos para matarlo,
tuvo acceso al vodka-tonic fatal, y cuando murió estaba en el mismo cuarto que
Vegas..."
Tras un instante de vacilación,
agregó con un dejo de rencor:
"... a quien odiaba porque él
la largó el año pasado, después de que ella se arrastró para llamarle la
atención." Sphincter salió de su distracción.
"Como sabés vos eso? Si nadie
me dijo que Vegas y Violeta hubieran andado juntos."
"Lo mantuvieron secreto. El no
quería que se supiera porque todavía no se había divorciado"
"Y cómo te dijo Vegas eso, si
no tenía nada que ver con vos?"
Dorinda se mordió mentalmente los
labios. Era la segunda vez en pocos minutos que cometía un error de apreciación
respecto de Sphincter. Debía tener más cuidado con lo que decía.
"Además, Foffeti era enemigo
jurado de Vegas: lo que sucedió entre ellos no es broma."
Sphincter no estaba de ánimo como
para tomar por este desvío señalado de apuro e insistió en su pregunta, pero
Dorinda había tenido tiempo para pensar en una contestación lógica.
"Me lo contó Marta Fouchet, que
en algún momento tuvo algo que ver con Foffeti, y que se enteró de todo esto
por él."
Después de pensar un rato, siguió
así:
"Navalcarnero quiere casarse
con un diplomático, porque ya está acostumbrada a esa vida que llevan y no
podría hacer otra cosa. Pero quiere casarse con un Embajador, es mucho más
cómodo y ya son mas viejitos y menos exigentes."
Sphincter la miró sin demostrar
demasiada credulidad por esa línea argumental, y todavía no del todo convencido
de la entera pureza de intenciones de su amiga en este entrevero.
"Pero eso no tiene mucha
lógica. Casarse es un objetivo burgués,
y asesinar a alguien es propio de otra mentalidad. Tendría que ser loca para eso."
Decididamente, este Sphincter se
estaba demostrando como una caja de sorpresas para Dorinda, con la emisión de
un razonamiento insólito para su condición ordinaria. No tardó, sin embargo, en
recaer en la normalidad al dirigir una torva mirada a la mesa de Foffeti, donde
éste seguía conversando animadamente con sus contertulios, ajeno al peligro que
había corrido. Dorinda sonrió para sus adentros: "Al menos, éste se va a
ir convenciendo de que la Violeta es culpable."
Continuará...
Gastón Lejaune
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