ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 10


 

                                                      LA VUELTA DE FOFFETI

 

            Foffeti miró a través de la ventana del avión para ver cómo aparecía el Río de la Plata, la ciudad de Colonia y la isla de Martín García, los edificios altos del centro de Buenos Aires, y finalmente la pista de Ezeiza, que se acercaba al nivel del aparato. Sintió el sacudón algo estremecedor con que aquél se posaba en la tierra, y con él también sintió que se terminaba bruscamente su mundo del exterior, en el que había vivido por unos quince días. La Asamblea General de las Naciones Unidas, los proyectos de resolución, las enmiendas, los consensos, cosas todas que le habían parecido sólidas y  de una existencia indiscutida, adquirían nada más pisar el suelo natal una calidad fantasmagórica, como pertenecientes a un recuerdo que jamás se repetiría, aunque la experiencia de su anual reiteración le era habitual. Y luego, esa diplomacia parlamentaria!  Esos honores verbales, esos duelos de ingenio, esos gambitos que comenzaban con un elogio a la posición que se intentaba combatir, con una apertura clásica de: "Hemos escuchado a la distinguida delegación de M., a la que debo felicitar por su esfuerzo constructivo para encontrar algunas áreas de acuerdo entre nuestras posiciones. Sin embargo, señor Presidente..." y aquí venía la lista de inconvenientes, la incontrastable prueba de que la posición contraria era insostenible, la insinuante amenaza de que nos podría llevar a "grandes dificultades" y de que podríamos estar involuntariamente abriendo "la caja de Pandora" de todos los males del mundo.

            Esa era su vida, en esos acerados lances se veía el temple del que estaba hecho, su valor, el alto lugar que ocupaba en la diplomacia multilateral. Eso le permitía olvidar su cuerpo en forma de pera, su palidez marfileña, el hecho de que su gente venía de Barracas y de que su padre ‑que había trabajado como un buey para trepar algunos peldaños de la escala social- solía andar en mangas de camisa y tiradores por el galpón en que se alojaba el negocio familiar.

            La carriere lo borraba todo, o así lo pensaba, le daba un pasaporte hacia clases sociales que normalmente lo hubieran ignorado, le abría la puerta de algunos salones, no las de todos por cierto, pero al menos, las de los oficiales. Foffeti lo había esperado todo del Servicio, con el que se jugó una apuesta vital, al que dedicó toda la energía de su juventud, y por el que cometió todas las pequeñas maldades y mezquinas jugarretas de que era capaz.

            Pero aquí estaba ya la Aduana y Migraciones, y a la salida Francisco, su fiel chófer, que se apresuró a tomarle  la valija y a conducirlo al enorme Rambler negro con que el Ministerio lo castigaba en su calidad de Director General.   

            Mientras rodaban hacia el centro, y tras las acostumbradas preguntas por salud y peripecias del viaje, Francisco se dio vuelta y le dijo:

            "Qué me cuenta del asunto éste del Ministro Vegas?"

            Mencionarle Vegas a Foffeti era como mentarle el diablo. El Embajador entró súbitamente en un pozo de sentimientos encontrados, en los que predominaba la alarma. Lo habrían nombrado Subsecretario a este canalla? Eso hubiera dejado abierta nuevamente la vacante en Nueva York, a la que él no muy secretamente aspiraba, y a la que Vegas nada más que para herirlo, iba a tener acceso pronto, según se lo había dicho su amigo, el Director de Personal.

            'Amigo' pensó con amargura Foffeti,"con amigos como Falsón  no necesitaba uno enemigos". A todo evento, se decidió a preguntar con voz calma:

            "Quée pasó con Vegas?"

            "Cómo,  no sabe?"

            "Mire, Francisco, allá en Nueva York no se piensa mucho en Vegas. Además el viernes por la mañana me fui a la montaña" ‑con Marta, pensó‑ "y después viajé directamente al aeropuerto para tomar el avión."

            Francisco adoptó una actitud de circunstancias:

            "Bueno,...este... falleció..."

            El "cómo..." de Foffeti traicionó un dejo de alegría.

            "...Sí, de golpe, en la Embajada de Mittelmongolia. La gente dice que lo envenenaron".

            "Lo envenenaron...!...No me diga! Y quién lo mató? Se sabe ya?"

            "No, se está investigando. La que estaba en ese momento conversando con él era la Secretario Navalcarnero. La Policía intervino y creo que el Doctor Sphincter fue llamado por la Embajada para asesorar..."

            "Sphincter, ese fatuo inflado y charlatán?"

            "Bueno, sí, el doctor Sphincter. El que fue profesor en el Instituto."

            Foffeti entró en un sólido mutismo hasta llegar a su casa. Sentía crecerle un angustioso nudo en la garganta, que se estrechaba a medida que su sospecha tomaba cuerpo. "Será posible?  No puedo creerlo, no puede ser. Lo habrá hecho esta loca? No, seguro que no. Alguno de sus enemigos...Schmuziger tal vez, pero no Violeta!"

            La sospecha maduraba subterráneamente en su espíritu. Luego de despedir a Francisco, fue al teléfono y levantó el tubo, pero lo colgó nuevamente, diciéndose a media voz:

            "Y si está intervenido? Es un poco temprano todavía. En todo caso, tomemos precauciones"

            Discó un número, esperó varias llamadas, y finalmente surgió del parlante de su teléfono una espesa voz de mujer, algo pastosa y sensual, que le produjo, después del tiempo que no la oía, un fuerte sentimiento mezcla de nostalgia y de miedo.

            "Hola"

            "Hola. Te habla Toto. No digas nada, simplemente quiero verte enseguida"

            La voz se animó:

            "Hola, Totito, así que sos vos. Como te fue por..."

            "Ya hablaremos de eso. No sigas, te veo en el lugar de  costumbre...en San Juan, ya sabes! dentro de media hora."

            "Esa es la forma de tratarme, después de lo que hice por vos..."

            Foffeti se desesperó: sus sospechas se confirmaban y además, qué iba a pasar si el teléfono estaba intervenido? Lo descubrirían.

            "Ya te explico, hasta luego"

            Colgó y se dirigió al dormitorio. Del fondo del ropero extrajo algunos implementos extraños, que se dedicó a echarse encima. Un corset que le cambiaba notablemente la apariencia. Unos zapatos elevados para aumentar su estatura, anteojos negros, peluca, barba y bigotes postizos. Luego se puso un traje que nunca usaba, marrón a rayas blancas y una corbata clara, que contrastaba con la oscura camisa. Así transformado salió a la calle y tomó un taxi, rumbo al barrio sur, Avenida San Juan, donde bajó en la puerta del "Atlántida", un restaurant y bar algo sórdido, que utilizaba para verse con Violeta desde la época en que tenía que esquivar las habilidades detectivescas de su mujer.    Eran las siete de la tarde, y en el local ya habían tendido las mesas para la comida. Estaba algo oscuro y solitario, al lado de una columna en el centro un ciego con un bandoneón tocaba algo que se aproximaba a "El choclo". En el mostrador el patrón, un individuo de mala catadura, pelo aplastado y raya al medio. En una de las mesas del fondo, una mujer joven esperaba.

            Foffeti se le aproximó y le dio un beso.

            "Que tal, Viola?"

            " Que hacés disfrazado?"

            Violeta no se había sorprendido excesivamente, porque estaba acostumbrada a las infantiles excentricidades de su amigo. Para ir a sus citas con ella, cuando todavía no se había separado de su mujer, Foffeti solía acudir a estos recursos y sostenía ‑no sin cierta razón‑ que nadie se iba a imaginar que fuera capaz de disfrazarse, y por ende no lo reconocerían. Violeta, aunque admitía cierta verdad en el razonamiento, no dejaba de reírse abiertamente de tan insólitas precauciones.

            "Nada, tengo un pálpito fulero. Prefiero que la policía no me reconozca, si lo que sospecho sucedió."

            Violeta lo miró fuerte, mientras le tomaba una mano con las dos suyas. El pecho le subía y le bajaba con una repentina excitación y se le dilataban las fosas nasales. Mostraba algo así como la anticipación de un goce sexual imaginado. Le acercó la cara, siempre mirándolo con fijeza.

            "No te imaginabas que lo iba a hacer, eh! Pero ahí estaba, ese hijo de puta que te había hecho tanto mal, y yo ya tenía preparada la pichicata! Lo hubieras visto, se le estiró la cara y me miró pero no me veía, porque ya estaba muerto!  Se fue de cabeza contra la vitrina. Hizo un ruido infernal y le salió un litro de sangre".

            Al decir esto, se le escapó una risa algo ronca, que a Foffeti se le antojó siniestra. De repente, el Embajador se sintió muy mal; una náusea le subía incontenible. Se levantó casi corriendo para ir al baño, donde vomitó largamente, mientras segregaba un sudor frío. Se sentía morir, el corset le apretaba y se le hacía insoportable, la garganta le ardía por su contacto con los pasajeros jugos gástricos. No quería volver a la mesa con Violeta ni verla nunca más: le tenía miedo, temía esa mirada de loca que le había sorprendido por primera vez hacía un momento, estaba profundamente azorado por ese goce que demostró con la muerte de su enemigo.

            Se dijo que este era el fin, que se iba a descubrir todo, que se terminaba su carrera y hasta su vida. Quién le iba a creer que no había instigado a esta demente! El famoso episodio de la pelea que habían mantenido, de las cartas intercambiadas, de las denuncias recíprocas, y todo lo demás, era conocido de todo el mundo, como era conocida la puñalada trapera que el Verde le había asestado con su nombramiento en Nueva York, un cargo que sólo le interesó cuando supo que era la suprema ambición de Foffeti.

            Se sentó en el water, mientras se pasaba un pañuelo por la frente que le descolocó la peluca. Y ahora qué? Ahora, pensó, hay que conservar la cabeza fría, interrogarla, ver de qué se trata y en qué están las cosas, y sobre todo aparecer lo más normal que fuera posible. Volvió a Violeta todavía algo tembleque.

            Ella lo envolvió en una mirada dulce.

            " Qué te pasó, mi amor? Estás cansado del viaje! Pero ahora se terminaron tus temores, vas a estar feliz, vamos a ir a Nueva York..."

            Ese "vamos", le sonó como un ultimátum de rendición incondicional, y le produjo una reacción automática:

            "Por qué hiciste eso?"

            Ella le tomó la mano, se la llevo a la mejilla y le dijo:

            "Lo hice por vos, Totito, para vengarte y para abrirte el camino de lo que querías..."

            Pero súbitamente cambió de expresión. Lo miró con sospecha.

            "Cómo por qué lo hice? Porque vos me lo pediste. Cuántas veces no dijiste que ese tipo tenía que morirse para dejar de hacer mal, que alguien tenía que matarlo?  Cuantas veces me empujaste a esto?"

            "Pero vos estás loca!"

            Violeta se había puesto ya decididamente colérica, y ésta exclamación de Foffeti terminó de enfurecerla.

            "Ya veo lo que pasa! Vos tenés otra mujer, y te querés librar de mí. Después de todo lo que hice por vos..."

            Foffeti sintió miedo. Mejor calmar a esta psicópata, porque si no quién sabe qué podía pasar.

            "Como te crees que voy a tener a otra...si sabés que sos la única!"

            "Fue Marta con vos a Nueva York?"

            "Qué puntería" pensó Foffeti,"justo en el clavo."

            "La mandaron a la misma misión, pero no vino conmigo."

            "Claro, como yo me chupo el dedo!"

            El le tomó la mano. Juntando toda la energía de que pudo disponer, la miró francamente en los ojos y le mintió con desesperación:

            "Te juro por mis hijos que no pasó absolutamente nada  entre Marta y yo."

            Algo ablandada por la solemnidad del juramento, Violeta adoptó un aire insinuante.

            "Tomate mi whisky y vamos a casa"

            Pero Foffeti no podía ni siquiera contemplar esa eventualidad. Renunció al interrogatorio y al conocimiento exacto de los hechos que se había propuesto adquirir en un momento de lucidez. Ahora quería acostarse, taparse la cabeza y dormir, escaparse de esta realidad terrible. Adujo un malestar producido por el cansancio y se fue cada uno por su lado.


Continuará...

Gastón Lejaune

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