ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR: CAPÍTULO 8, PARTE 2
A la segunda vuelta empezaron a hablar de la
vida en la Residencia: el Secretario Bator la manejaba con mano de hierro, no
era todo tan rosado en la Embajada y mucho menos en su país, donde venían unos
al gobierno y degollaban a sus antecesores, cuyos supérstites retornaban al
poder para degollar a los degolladores. A sus chicos a lo mejor los sacaba de
Mittelmongolia si las cosas seguían tan mal...claro que para eso se necesitaba
plata...había que ahorrar.
Dorinda Ferrari era muy buena con
ella y hablaban mucho de las cosas que pasaban en la oficina, a veces Dorinda
la invitaba a tomar un café o un refresco al bar de Figueroa Alcorta, y hasta
la había llevado a comer a su casa.
Era muy buena, Dorinda, aunque a
veces se ponía pesada. Y esas cosas que tenía! Ese truco de la lectura, o de la
distracción, cuando alguien entraba al cuarto! O de hacerse la nena, cuando
tenía sus cuarenta cumplidos! Y esa manera de mirar por debajo del flequillo! Y
ese flequillo que le tapaba los ojos! Y esa forma de tratar con la gente, que
despertaba los peores instintos y las ganas de pegarle!
Sí, era buena, Dorinda, aunque muy
irritante. Y luego, era dura con los de abajo, le gustaba hacer valer su
posición. Siempre estaba poniéndose un escalón más arriba que ella, siempre
condescendiendo y sobrándola. Sí, por momentos la odiaba profundamente. Y
cuidadito que no le cumpliera una orden enseguida, porque se ponía muy mala,
aunque luego se arrepintiera y volviera a llamarla para hablar con ella y
suavizar las cosas.
Cómo se llevaba Dorinda con Bator?
Aquí Ulata puso cara de traviesa y se le volvió a trabucar el castellano.
Bueno, Dorinda no había dejado de tirar las redes. Ensayó todos sus recursos:
las blusas transparentes, las efusiones repentinas con inocente agarrada de
manitos, el tropezón oportuno con aterrizaje
sobre el mittelmongólico; si no todos, casi todos los trucos de un repertorio ‑pensó
Menchaca suprimiendo un bostezo‑ algo carente de imaginación.
Pero Bator era un tipo seco y
guardaba las distancias. El era Primer Secretario de la Embajada, y Dorinda
sólo la secretaria social del Embajador. Nunca dejaba de hacérselo notar.
Claro que todo eso había sucedido
hacía tiempo, y ya Dorinda se resignó a que el Secretario se le escapara de las
garras. Con todo, no podía ocultar su resentimiento hacia Bator, a quien
trataba de la peor manera, y de quien hablaba pestes al Embajador.
A la tercera vuelta, ya Ulata
decidió traer directamente la botella. Ostentaba una sonrisa fija en la cara, y
estaba flojísima de lengua. Qué edad
tendría? Menos de los que aparentaba seguramente: unos cuarenta y cinco o
cuarenta y seis. Y si uno se fijaba bien, y no reparaba en los dientes, no
estaba tan mal, se dijo Menchaca, pero
debio disimular una sonrisa."Ya tomé bastante", pensó,"porque
mirar con buenos ojos a este bagallo es mal síntoma".
La conversación siguió, cada vez más
animada. La cosa estaba madurita como para empezar a tocar temas más serios. Le
preguntó entonces por el Ministro Vegas, pero notó inmediatamente una rigidez
en la postura de Ulata, y los gestos típicos de la retirada: se sirvió otra
copita, se levantó y fue a buscar bizcochos salados. Menchaca decidió una
diferente aproximación al tema, y le dijo que se lo preguntaba porque tenía la
impresión de que Dorinda y el..."
Esta variante tranquilizó a Ulata,
quien recomenzó lentamente a relajarse. "Ya va a venir el deschave"
pensó el Comisario, cuya experiencia le hacía sentir el pique en la punta del
hilo.
"Disculpe mi curiosidad...pero
soy un poco...romántico y tengo un instinto especial para esas cosas"
Risita de Ulata."Si, se ve que
lomántico usted es. Señol Vegas glacioso, muy glacioso. También
lomántico". Mas risitas y corto silencio. Retomó el ama:
"Dolinda gustaba bastante señol
Vegas." Y así siguió la confesión, a tropezones con el idioma y con el
creciente embotamiento del licor.
Menchaca sacó algunas conclusiones:
el romance no fue platónico, sobre eso Ulata daba garantías, aunque lo hubieran
guardado secreto. Sigilosos. Sin embargo, el enigma había sido descifrado:
Vegas mantenía otro affaire (flash
de Mazzu en la imaginación de Menchaca) y Dorinda era apenas una segundona.
Vegas alegaba que mientras
mantuviera el cargo de Jefe del Protocolo no podía aparecer mezclado
sentimentalmente con la secretaria social de una Embajada: eso era, en su
expresión, mezclar los negocios con el placer, aunque con Vegas ‑consiguió milagrosamente hacer llegar Ulata‑
uno no siempre sabia cuál era el negocio y cuál el placer.
Un día Dorinda le hizo una escena tremenda de
celos, y Vegas se limitó a mirarla fríamente y a irse, diciéndole que si no le
gustaba ya sabía lo que tenía que hacer. Venía una o dos veces por semana,
cuando el Embajador estaba en alguno de sus viajes al interior. Ulata a veces
los espiaba (no lo dijo, pero era fácil de adivinar) mientras hacían el amor en
una chaise longue del salon. Y
Dorinda era ruidosa, gemía y hablaba audiblemente, lo alentaba a proseguir de
la misma manera ("Así, así" parece que le decía), mientras que a
veces él bajaba un poco el ritmo para prolongar el momento. Y las cosas que él
medio le susurraba, medio le gritaba! ("Quedate quieta, negra
puta"). A Ulata le daba vergüenza, aunque no entendía bien todo lo que se
decían.
El romance habría culminado con un viaje a
Villa Gesell el verano pasado, después de lo cual Vegas dió claras señales de
aburrimiento y espació las visitas. Dorinda lo había intentado todo para
atraerlo de vuelta, pero sin resultado. Finalmente se conformó con una
excursión a la chaise longue cada quince o veinte días, con módico prólogo
y sumario epílogo, alguna llamada telefónica y el contacto profesional de
cuando en cuando.
"Claro, como para no
conformarse" se dijo Menchaca "si al lado del mittelmongóolico, Vegas
resultaba un verdadero Apolo...algo verdoso pero Apolo al fin".
Ulata se levantó para buscar algo
que dijo le iba a interesar al Comisario. Volvió con una foto, que resultó ser
de Vegas con Dorinda, aquél pasándole el brazo por la cintura, aunque por la
posición de la mano que emergía por la mitad de la cadera, más que la cintura debió
abrazar una parte inmediatamente inferior de la anatomía dorindiana.
Ambos estaban vestidos de playa,
ella en sumario bikini y él en pantalones de baño y una camisa encima, con lo
que la posición de su brazo resultaba indicativa de cierta familiaridad. Dio
vuelta la foto, y apareció en su reverso una inscripción con letra
femenina:"Gesell, 18 de enero"
El Comisario aprovechó la falta de
atención del ama de llaves para deslizar la foto en el bolsillo, y aceptó
una nueva copita de ese ardiente licor
asiático.
A pesar de su cultura alcohólica el
Comisario ya sentía la cabeza algo pesada, con lo que calculó que Ulata estaría
borracha perdida. No se equivocaba demasiado, Ulata seguía tomando sus copitas ‑ya
ni siquiera convidaba‑ y era presa de una incontenible facundia. Estaba
dispuesta a hablar de cualquier cosa, y Menchaca siguió implacablemente:
"El que es muy simpático es
ese...profesor de tennis del Embajador, creo que se llama Cristian..."
Nuevamente la rigidez incipiente de
Ulata le anunció que el tiro habia dado en el blanco. La contestación fue
ininteligible y quedó como flotando en el aire.
"Estaba en la fiesta, no es
cierto? Yo creo que es amigo suyo, porque estuvo conversando con usted un
rato..."
Por la frente de Ulata pasó una
nubecita, algo como una nota de precaución, pero nada más.
"Convelsamos. Es muy...jodón,
Clistian...a veces también selio..."
"Me dijeron que se pone cargoso
cuando quiere alguna cosa..."
Ulata dejó pasar sin agregar
demasiado. Menchaca se quedó con las ganas de saber qué era lo que quería
Méchant de Ulata cuando se le acercó en la fiesta fatídica.
"Y el Embajador, qué tal?"
La respuesta lo sorprendió. La mujer
adoraba al Embajador, que al parecer le había hecho grandes servicios y por el
que se hubiera dejado matar. Según sus dichos, ella era prácticamente la única
persona en la Embajada en quien Ulano confiaba ciegamente.
En ese momento vio que se acercaba,
atravesando el patio, el Secretario Bator, a quien hubiera querido entrevistar
nuevamente si no fuera porque presentarse en esa forma, con Ulata perdida y él
no mucho mejor, le hubiera acarreado una disminución de prestigio, y bien sabía
Menchaca por sus lecturas que eso es lo último que debe uno hacer con los
orientales. De forma que optó por levantarse y pretextando un compromiso
profesional, se despidió lo más rápidamente que pudo de Ulata, a la que dejó,
como quien dice, con los pies fríos y la cabeza caliente.
Continuará...
Gastón Lejaune
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