ASESINATO EN EL SERVICIO EXTERIOR, CAPÍTULO 4
UN
ROMANCE EN CAPULLO
Sphincter estaba sentado en el
Chesterfield de cuero de su escritorio, ojeando distraídamente el último número
de la revista Playboy que le había traído el correo. Mientras
saboreaba las atractivas imágenes de la revista, emitiendo de cuando en cuando,
y en sordina, algún silbidito apreciativo, o un contenido: "Qué tetas!", su imaginación lo
llevó a recordar a Dorinda. La asociación de ideas no era enteramente
caprichosa, ya que se recordará que en la primera y única entrevista que mantuvieron, la
susodicha tenía puesta una blusa algo transparente cuyos tres primeros botones
estaban desabrochados.
La recordó con agrado, porque la
chica le había parecido apetitosa, no obstante estar un poco pasadita de punto.
Pero tenía algo, cómo calificarlo...no sabía Sphincter qué, una mezcla de
intelectualidad ‑revelada por el libro que leía‑ y de ausencia o de distancia,
traicionada por esa profunda abstracción en que la sorprendió. Todo ello daba a
Dorinda, en los ojos de Sphincter, un cierto encanto, un aura de
particularidad. Y luego, con qué prontitud se recuperó, como disculpándose de
un alejamiento de las cosas que en ella debía ser habitual, como recordando un
deber impuesto por una educación indudablemente cuidada. Y ese flequillo que le
daba un cierto aire infantil, de inocencia...Había a su alrededor, pensó
Sphincter, algo así como un misterio, le parecía Dorinda una pasajera en la
tierra, como alguien que viniera de otro lado, de un lugar más perfecto, más
calmo, más ordenado, un topus uranus
platónico, del cual nuestro mundo apenas recogiera las groseras y deformadas
sombras.
Sphincter se sintió un poco extraño
ante este divertimento emocional, puesto que no tenía la costumbre de permitir
invasiones de esta clase en su mundo interior. Relaciones superficiales,
amoríos con algunas secretarias bien dispuestas, que terminaban en
"albergues transitorios", sí. Pero ninguna comunión intelectual, apenas una forma de
roce de epidermis tanto cutáneas como mentales.
Esto, en cambio, podía ser algo
distinto, y consecuentemente perturbador. Suficiente! se ordenó el detective
privado, y con su consabido apretón de labios intentó clausurar el capítulo.
Pero Dorinda, echada por la puerta de su lógica, volvía a entrar por la ventana
de su imaginación. Esta chica era diferente, reflexionaba León Sphincter,
alguien...casi de su propia estatura mental y con quien seguramente se podrían
mantener intercambios cultos, inteligentes.
De paso, no dejó de preguntarse el
investigador, por qué Dorinda habría elegido a Sartre? Su cuarto de hora fue la
posguerra, la coqueluche del
existencialismo. Todo eso era ya el pasado. Dorinda estaría reviendo alguna
cosita, o comparando la literatura de Sartre con su filosofía, o sus novelas
con sus obras de teatro...vaya a saber. Por último, el detective rememoró
vívidamente el generoso escote de la blusa semiabierta y los pesados frutos que
dejaba entrever.
Sphincter tenía cierta fijación
mamaria que operó esta vez, como otras, con fuerza de atracción superior,
incluso, a la de las consideraciones relativas a la literatura y a la
filosofía. Se decidió a llamar a
"Está la señorita" ...‑como
se llamaba?‑ "...Dorinda?"
"Un minuto."
"Alóo! Dorinda Ferrari al habla"!
"Dorinda, habla el doctor
Sphincter"
La voz en el teléfono adoptó un tono
travieso y un poco infantil.
"Cómo le va, doctor"
(Risita)
"Estuve reflexionando sobre
algunos aspectos...extraños del caso.
Necesitaría verla."
Ahora la voz dejaba adivinar cierta
alarma:
"Cómo no, doctor. Si quiere
venir por la Embajada...?"
Sphincter eligió un tono elevado y
al mismo tiempo casual. "Bueeeno,
tal vez un ambiente menos formal...La esperaría en el Periplo, en
Charcas..."
"Ya se donde queda, doctor. Yo
termino mi horario a las diecisiete horas..."
"Bueno, digamos a las
diecisiete y treinta..."
"Con muchísimo gusto. Hasta
luego"
"Hasta luego".
Sphincter colgó distraídamente el
tubo, mientras la mirada se le perdía en el paisaje de la Plaza Libertad que se
dibujaba en su ventana.
"Se habrá dado cuenta de que no
era por el caso? Bueno, en realidad yo tenía que aclarar ciertos puntos
oscuros...qué papelón si me larga
parado...siempre puedo empezar en forma de interrogatorio informal, y luego
derivaríamos a temas más personales...hay que tantear el terreno."
Ya en el "Periplo",
Sphincter, algo transportado por el tercer Martini seco y por la presencia,
arrebatadora a esa altura de la bebida, que tenía delante suyo, estiró la mano
para apretar la de Dorinda.
"No lo tome así, Dorinda. Usted
sabe que éstas son preguntas profesionales, que tengo que hacer. Pero nada más
lejos..."
Dorinda se felicitó por haber
desabrochado el cuarto botón de la blusa transparente que llevaba. Los
resultados eran inmejorables, a juzgar por las obvias miradas de Sphincter. La
conversación se había ido animando y encontró natural, en un gesto de abandono,
dejar ahora su mano en poder del investigador, un poco como si no se diera
cuenta. Bajó los ojos y tras una pausa, lo miró fervorosamente, mientras le
decía con su voz infantil y con un énfasis marcado:
"Usted no sabe, León,...Puedo
llamarlo León...?
Mudo asentimiento de Sphincter, que
no estaba esperando sino eso.
"Usted no sabe, León, cómo me
ha afectado esta...muerte. Me imaginaba los interrogatorios con la policía, la
desconfianza, la hostilidad...Afortunadamente" ‑y aquí miró a Sphincter
con ojos de adoración- "me encuentro con su comprensión y su
gentileza...usted ..."
Y bajó nuevamente los ojos, como no
hallando forma de expresar sentimientos tan arrolladores.
Sphincter arrimó su silla un poco
más, consolidó su apretón de mano y siguió hablando, tranquilizador y
murmuriante, casi al oído de Dorinda.
Hubiera querido proteger a esta
mujer...qué decía, a esta niña casi, tan desamparada en las cosas de este mundo
y que ofrecía al par que los tesoros de su inocencia, un atractivo sexual del
que seguramente no era consciente. Desde la aventajada posición que adquirió al
acercarse, y a través de la apertura de la blusa, Sphincter podía ya percibir
el complicado movimiento de masas, que Dorinda provocaba al inclinarse para dar
mayor énfasis a sus dichos, o al echarse para atrás significando su rechazo a
alguna idea o suposición, todo ello realzado por el sostén que una de sus manos
proporcionaba, de tiempo en tiempo y como sin querer, a la parte más saliente ‑y
mas caída‑ en ese momento de su cuerpo.
El investigador privado sintió que
se apoderaba de él una urgencia grande de abrazarla, de extenderle un consuelo
fuertemente mezclado con un componente erótico, e hizo un movimiento brusco y
espontáneo como para ejecutar su fantasía.
Dorinda por su parte, como quien
advierte repentinamente la situación, echó una mirada alrededor, y decidió
retirar su mano para poner un poquito más de formalidad en la entrevista. La
técnica del pescador, tirar y aflojar, tirar y aflojar, pensó. Sugirió con
timidez que, si habían agotado el tema que los trajo al bar o sea lo
relacionado con el caso, le agradecería a León que se levantaran ya, porque
tenía que irse. Sphincter se dio cuenta de que iba muy rápido, y le ofreció
llevarla a la casa en un taxi. Al despedirse, le dio un beso en la mejilla,
pero luego aprovechó la cercanía para besarla en la boca. Dorinda tardó un
cuarto de segundo en retirar sus labios de los ardores del galán, lo suficiente
como para que el mensaje le llegara inequívocamente. De vuelta en su casa,
Sphincter se dio una ducha fría y se acostó, soñador más que somnoliento, en su
cama.
Continuará...
Gastón Lejaune
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